Rompo con gusto el silencio decidido de este blog y lo hago en nombre de Elvira, espoleado por la necesidad quimérica de convertir en palabras lo que es tinta, invisible e indeleble, que los tactos dejan en la piel sin memoria de los púberes. Elvira, gallega de cabo a rabo, fuerte como un temporal en Costa da Morte, frágil como el feitizo de una meiga, hembra percherona con cuarenta años de emigración en Holanda a cuestas, se hizo mujer-pulpo en mi presencia cuando el azar, que es cualquier cosa menos ciego, nos colocó ante un cartel de "Se alquila" que ella acababa de colgar en una ventana de su casa justo cuando mi mujer y yo andábamos buscando un lugar donde vivir lejos del mundo en el fin del mundo.
Y digo mujer-pulpo, cefalópoda con Denominación de Origen Rías Baixas, porque, sin quererlo ni beberlo, fue presa de una atracción fatal, que llevaba a sus dedos, como marionetas, a tocarme, sin parar ni poder remediarlo, en la mano, en el brazo, en el pello, en el cuello, en la cara... y en la mismísima Trompa de Eustaquio si el hierro candente del falso respeto no hubiese marcado su maléfica prohibición en lo más profundo de su mente. Nada que ver con algo sexual, no es eso, sino con la atracción irrefrenable de la energía de la que está todo hecho, la del amor que por falta de ser expresado se condensa en el estómago del olvido y nos pone por las nubes la presión arterial del alma, al borde del infarto emocional...
Elvira encontró en mi cuerpo el desahogo accidental de su ansia ilimitada de amar y fue tal la voracidad y pureza de sus deseo que se pasó por el forro social toda medida de control, cualquier atisbo de mesura o de decoro, y me metió las manos por doquier, por donde Dios le dio a entender y más allá, disculpándose cada dos por tres, eso sí, pero incapaz de sustraerse a media hora de tactos en la que ella se hizo carne por el amor que no ha recibido y en la que yo fui piel entregada a sus tactos, porque en ellos no encontré más pecado que la inocencia, pródiga y salvaje, que la educación domestica y mata.
Allí donde mi mujer y yo quisimos alquilar una casa donde perdernos el uno en el otro, de fundirnos hasta la confusión, encontramos el regalo inesperado de Elvira, la Señora Gallega de las Bestias, siempre rodeada de perros que la adoran como a una diosa y de gatos que, por no ser menos, se comportan como perros y la veneran como mujer, la mujer castigada por la falta de los besos de un marido muerto, por la ausencia homicida de los brazos de unos hijos que no recuerdan que también lo están, la mulleriña que, según ella misma asegura, ama más a los animales cuanto más conoce a los hombres.
La gallega que, por cortesía, repetía sin cesar, como una letanía, como una torpe excusa, "Este hombre tiene imán", aunque sabía, en el fondo, que todo el mérito de amar fue suyo.
Elvira, al fin... La mujer que se olvidó de que soy hombre y que amó sin querer el pulpo que hay en mí.
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2 comentarios:
Qué delicia acabo de leer. Lo has expresado con cincel. Gran mujer hay detrás de ese nombre de Elvira, y mejor observador a quien la describe.
Gracias por el regalo de tus palabras. No hay mayor placer para quien escribe que hacerlo en las hojas más profundas del alma ajena, la que lee y escucha desde la pureza.
Como la tuya.
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