sábado, 8 de octubre de 2011

El último tanga en París


Podría ponerme profundo y daros un buen rato la lata, teorizando acerca del nebuloso origen de esa prenda mágica llamada tanga… Largaros el rollo de que varias son las leyendas que pretenden explicar su providencial aparición, desde que una garota de Ipanema, allá por lo 70, lo inventó sin querer al cortarse el bikini tradicional para dejar sus nalgas al aire y llevarse de calle todos los ojos de la playa _cosa que, como es obvio, consiguió_, o aventurar la posibilidad de que sus raíces se hallan en la región africana de Tanga-nica, cuyas mujeres usan tradicionalmente una prenda similar, o, simplemente, quedarme más largo que ancho al enunciar que el tanga existe desde que el hombre es hombre, sólo que entonces se llamaba taparrabos o tapanabos, que tanto da.

Es más… Podría incluso dármelas de tipo culto, de esos muy informados que ven, leen y escuchan las noticias, y argumentar que el tanga lo inventó Monica Lewinsky en 1995 con el sibilino y lujurioso propósito de medio enseñarlo al presunto descuido y poner en solfa el saxofón de todo un presidente de los EEUU _Bill Clinton sin ir más lejos_ en la intimidad del Salón Oval de la Casa Blanca, mientras ella cerraba el concierto oral metiéndose un puro en la zambomba de su vagina y un buen fajo de dólares, que no le cabían en ninguno de sus tangas, por contar las peripecias del mayúsculo escándalo sexual que allí, donde presumen de libertad, se montó.

Todo eso y más podría deciros, pero debo ser justo con la verdad y confesar que el tanga lo inventé yo… Eso sí, tomándome mi tiempo y en dos fases. Primero, en el mundo de las ideas puras, hecho yo un Demiurgo del copón, que se corría espiritualmente de gusto con sólo pensar en ver algún día aquella divina prenda materializada sobre un cuerpo mortal. Segundo, allá por el año 1989, tiempo en que todavía se llevaban en España las bragas-mantas, también conocidas como bragas-mantel… Un buen día, mis calenturas juveniles me situaron ante el micro-escaparate de una minúscula tienda de lencería, perdida en una callejuela de una remota ciudad norteña… Allí, dificilísimos de atisbar por el ojo humano debido a su pequeñez, yacían expuestos dos ejemplares de tanga, que duraron en el escaparate el tiempo exacto que tardé en comprarlos yo para ponérselos a mis sueños: vistos y no vistos.

Estoy por asegurar que aquellos primeros tangas, adelantados más de una década a su tiempo, nos los vi más que yo, su creador más allá del tiempo, el único para que el que preexistían, sublimes y perfectos, en el mundo de las ideas, el único con capacidad de reconocerlos al instante como la miniprenda con mayor poder erótico de la historia, como el fetiche por antonomasia y la joya de la corona de mis sueños húmedos, como el principio del fin de la tiranía ocultadora de las bragas.

Nunca se ha visto que algo tan pequeño pueda conmover tanto. Nunca tal poder de fascinación en semejante minusculez. Su grandeza va más allá de tapar lo mínimo, de enseñar lo máximo, porque siendo menos, el tanga es siempre más: Enmarca y embellece al extremo un buen culo adentrándose lascivamente en su profundidad y obliga a su dueña (o dueño) a no dejar nunca su tierra más íntima en barbecho. Pelillos a la mar.

Siendo tan pequeño, que a veces se hace string, no se le puede pedir más. Nada enseña más con menos. Pero el tanga no es nadie sin quien lo lleva. El tanga se hace real no entre las nalgas de los sueños, sino cuando adquiere olor y sabor. Entonces deja de ser prenda y se hace manjar. Se hace uno con las ofrendas que apenas cubre.

Por eso no os sorprenderá que cierre esta entrada con una confesión… Que en ocasiones, huelo tangas. Que me dejo de ser hombre civilizado y me hago animal en el planeta de los tangas.


Y que muero, cada día, por vivir el último tanga en París.

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(Artículo mío, publicado en www.laguiacanalla.com)

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