Me gusta ritualizar lo que amo. Revestir de un halo sagrado, de una chispa divina, gestos cotidianos de cada día, minucias indignas de grandes novelas, y vivir lo aparentemente insignificante como si guardase en su seno, y así lo hace a mis ojos _lo juro por el mago Merlín_ un universo de sensaciones fabulosas, una promesa de magia, invisible a la pupila del común de los que se creen mortales.
Amo lo que me gusta. Hasta el delirio. Tanto que, con alquimia interior que cualquiera llamaría demencia, lo convierto en ceremonia mística de lo pequeño, celebración de lo minúsculo, que hace lo pasajero eterno y muta momentos fugaces en el mejor momento de mi vida.
Y todas esas instantáneas de lo ínfimo tienen que ver con lo que yo llamo “ajaezar”, adornar con belleza microscópica actos intranscendentes de higiene femenina _un baño voluptuoso, un champú corriéndose por la cabellera de mis sueños, una depilación al estilo Nancy…_ y hacer de ellos un rito de iniciación al orgasmo de placer desmedido que flota en el aire, en un festín de los sentidos donde mezclo, con mano sabia de druida, olores y fragancias que me recuerdan al Harem que nunca he perdido, sabores marinos de lo femenino donde mi nariz se hunde para siempre, donde mis manos se pierden, disfrazadas de majase o de caricia, para ocultar su vocación caníbal.
Me gusta violentar el santuario en el que ella se adorna, sin saberlo, o sí, para provocar en mí tormentas de emociones y especias orientales _un baño turco en Estambul, un baile del vientre en El Cairo, un final feliz a cuatro manos en Bangkok_, porque lo que para todos es sagrado yo lo hago pagano, lo teóricamente sucio se me vuelve limpio, lo soez, excepcional… y puedo dar así rienda suelta a lo animal, a lo atávico y sin ley, enjaulado por la correcta costumbre.
Ajaezar es, para mí, vivir como extraordinario lo considerado vulgar, cubrir de belleza y olores celestiales, de tactos untuosos, de gemidos inaudibles, el cuerpo que amo sin querer para desnudarlo de sus fragancias terrenas. Perfumarlo con sudor. Endulzarlo con semen. Partirlo en trozos. Abrirlo entero. Comerlo, beberlo y olerlo como si fuese el último gusto de mi vida. Hacerlo mío por un segundo en ceremonias cargadas de lujuria, placeres invisibles y cotidianos que me salvan de la rutina. De la nada. De la tristeza imaginaria. Del dolor absurdo.
Y de mí mismo.
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