jueves, 7 de abril de 2011

Lugares comunes


Porque las comprendo y porque, aunque hoy ya no, algún día estuvieron en mí, soy inmune a las insidias, a las envidias, a la codicia, al odio, al rencor, al insulto, a la injuria y a la ofensa, a los dimes y diretes, al chupapollismo, al procure quedar bien, a los juicio sumarísimos, al desprecio de lo diferente, al joder por joder, a la mediocridad y a la estupidez, a la grisura y a la medianía, al conformismo conservador, al amiguismo de saldo,  al dolor como algo digno e inevitable, al sacrificio como camino, a la injusticia consentida, a la tiranía de las mayorías, a la ceguera supina y a la falta generalizada de compasión.

No osbtante, debo admitir que pocas cosas hay en el mundo que me pongan tan frenético, tan fuera de mí, mutado en un Yeti, cavernícola y cabrón a más no poder, que el no tener luces sobre algo,  el no ser quien de entender mis propias idioteces o los comportamientos que veo a mi alrededor. Estar mentalmente a oscuras respecto a algo/alguien que me importa no sólo me saca de quicio hasta el delirio, sino que me hace hervir la mala sangre de tal modo que acabo dándome de hostias por dentro, por imbécil y obtuso, para no tener que partirle la jeta a nadie fuera de mí.

La indigestión galopante por oscuridad me ha sucedido desde que recuerdo, porque es la parte tenebrosa y el contrapunto de mi ansia desmedida de saber, de tener las claves de luz, de comprender a mí mismo y a los demás, único modo en que puedo ser compasivo, única conversión alquímicamente milagrosa de la mala baba que me genera la ceguera en divino perdón. El único modo, a la postre,  de sentir que yo y los demás somos lo mismo y que no tiene sentido alguno mosquearse y emprenderla a sopapos con ellos, es decir, conmigo mismo.

En ésas ando yo estos días, luchando por no sacar la faca, tchic, tchic, y llamándome al orden por dentro para no autodestruirme en medio del caos de mi falta de comprensión, de mi menguada tolerancia y de mi alarmantemente escasa paciencia para esperar el improbable milagro de que se haga la luz. Y todo porque al elegir, desde muy pequeño, el camino de saber a cualquier precio, de ser lúcido respecto al sentido de mí mismo y de las cosas, también elegí, sin ser consciente de los efectos secundarios, la soledad forzosa del que aspira a ver por encima de todas las cosas. Del que tiende al placer de la conciencia y al amor desmedido por la verdad.

Y yo, que como segunda tendencia esencial  aspiro a lugares comunes, a espacios donde verterme en luz y mezclarme, sin la triste  distancia que genera la inconsciencia, con la luz de los demás, me estrello una y otra vez contra la experiencia de que  elegí un papel, el de presunto portador de luz transmutado en Yeti, que por fuerza me sitúa en otro plano de la existencia, en un mundo paralelo, ni mejor ni peor,  donde, según mis ojos,  veo y comprendo que la verdad es el camino y el amor,  lo único que hay. Nada que ver  en cualquier caso con el común de los mundos ilusoriamente ajenos, donde yo me hago extraterrestre y me pierdo,  y los demás se hacen hombre y mujeres,  esforzados y luchadores seres del más acá, a lo que comprendo casi siempre, pero con los que, aunque quisiera,  ya no me puedo mezclar.

El castigo al delito de la lucidez se paga con silencio y se llama soledad.

Ya va siendo hora de admitirlo. El problema no es el mundo. Soy yo, que ahora que soy viejo recojo la cosecha que siendo niño sembré. Ahora que me fallan las fuerzas y zozobra a menudo mi esperanza, comprendo que estoy pagando con soledades el haber elegido de niño ser faro.

El faro puede ser puntualmente luz para que los barcos que lo avisten no naufraguen, pero su único lugar común es la mar. La  mar que a menudo no comprendo y a la que, amándola más que a nada, no sé ya traer luz.

La mar que se aleja cada día.

La mar que un día fue mi mar.




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