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na fue _y aún es a día de hoy _ la única que ha tenido verdadera fe en el amo. ¡Eso sí que es tener mérito! Lo conoció, lo recordó en el acto y se reconoció en él. Lo amó antes de amarle. Ella comprendió en un segundo que al amo, ese iluminado como lo llaman con desprecio algunos, no hay que seguirlo de ningún modo, que eso sería perderse en él, sino que se puso a su lado, a hacer camino, estando atenta, más que a sí misma, al frágil deambular del amo mío por el mundo, y dispuesta a darle la mano cada vez que su compañero en luz suele caerse, que no son pocas precisamente.
Ana fue la Ariadna, que sacó al amo de sus laberintos, la que le convenció de que no debía matar al monstruo, al Minotauro, porque el amo y el Minotauro son uno y el mismo ser. Ana vio en el amo lo que nadie, sintió su aire de recién despertado, de nuevo Cristo, ungió su cuerpo medio muerto, sus pies cansados, y liberó su mente de los últimos demonios, aquellos que le dejó en el herencia el miedo, como acaban ustedes de leer, para comérselo después entero, en cuerpo y alma, festín de sus cuerpos, comunión de sus espíritus, y hacerlo, a lo caníbal, suyo para siempre.
Curiosamente, o no, en el mismo instante en que esto escribo se cumplen tres años exactos de aquel momento crucial en su vidas… Y desde entonces el amo, que jamás fue profeta en su tierra, lo fue por fin en los brazos antropófagos de Ana, que le bajó con toda dulzura de la cruz del dolor y la tristeza, curándole con los vatios de sus besos las heridas todas hasta verlo por fin resucitar, al tercer día, magnetizado por sus labios, en un hermoso cuerpo de luz, mi querido amo bombilla.
El amor al amor llama, y por eso el amo quiso aparecérsele en primer lugar a ella, la elegida, la primera por haberse puesto la última, porque el corazón puro de Ana es el único habilitado _o el único lo bastante chiflado, según se mire_ para ver en el amo-lámpara, al niño que ríe, la inocencia que ama, el hombre sin amor, el ángel caído. Y Ana, porque tuvo fe, porque recordó de repente, vio. Y porque le vio, le amó al instante, quizás porque el amo a ella ya la amaba antes de encontrarla en esta vida, quizás porque ambos se amaban sin saberlo a través de un millón de vidas.
Ana Faraday, la eléctrica, lo dejó todo y a todos por amor. Como muchos de ustedes saben, tiró por la borda, de ya para ya, un futuro de seguridad y prosperidad muy al gusto de este planeta, abandonó sin pensarlo su lugar en el mundo para encontrar finalmente su sitio, en el aire del amo, su mismo aire, y caminar con él sobre las aguas de la vida, ese extraordinario milagro de amarse, a lo bestia, como el último cada día.
Ana, todo pasión, encontró al amo hoy y se fue a vivir con él ayer. ¡Para unánime escándalo y rasgamiento de vestiduras de su familiares y amigos! Y se cumplieron las profecías en relación a este amo mío, que más bien parece Atila, pues por donde él pasa no vuelve a crecer lo que antes crecía. El amo ha vuelto al mundo como un ladrón en la noche, como león y no como cordero, de modo que por causa de él _y a su pesar_ acaban luchando padre contra hijo y hermano contra hermano, señales todas ellas del fin de los tiempos de oscuridad en lo que andan todos ustedes metidos.
Y todo por los ojos de Ana, la blanca y la radiante, la hermosa que no sabe que lo Es, que fue a buscar el cuerpo de su señor a la cueva donde lo habían enterrado y se encontró con su alma intacta aguardándola, fuera de la tumba y en luz, para resucitarla asimismo a ella y sacarla de los espejismos del mundo, para llevársela por fin a casa, su verdadera casa.
Y todo porque ella fue capaz de mirar más allá, de ver al amo desnudo de sí mismo, de todos sus espejismos. Fue así como donde todos veían al hombre roto, al separado, al mal padre que había presuntamente abandonado a sus hijos y jodido a todo quisque, al suicida que dejó la “seguridad” de un empleo de doce años por no querer tragar con carros y carretas, Ana simplemente encontró al amo, ese ecce homo, después del gran juicio mundano, con una gran sonrisa en la boca y sentado en una piedra, disfrazado de jardinero, de sepulturero o de mendigo, llenas las manos y los pies de heridas, la cabeza ensangrentada por lo golpes, la espalda hecha jirones, el costado malherido.
Ana sí que tuvo fe y lo mismo que su homónima de la Biblia, dejó por gracia de Dios de ser aparentemente estéril y concibió por obra del espíritu santo, el del amo renacido entre los muertos, a tres criaturas para un nuevo mundo, que sumadas a las dos que ya tenía el amo de cuando aún no era amo, ni nada de nada, son la única riqueza de ambos y el germen hermosísimo de lo que está por venir.
Pero Ana se olvidó de algo esencial, que salvar al amo no bastaba y que también debía salvarse a sí misma.
Producto ella también de una infancia de las llamadas eufemísticamente difíciles, Ana, víctima precoz de malos tratos y abusos físicos y morales en su niñez, molida a palos tantas veces, maleducada a hostias, desarrolló una respuesta a las agresiones diferente a la del amo, pues cargó ella con la cruz de quienes la juzgaban y lejos de condenarlos, los amó más que a sí misma, olvidándose de quién era y recordando, eso sí, que quienes la crucificaban eran buenos más allá de la aparente barbarie y la vileza que demostraban sus actos.
La forma de sobrevivir al horror de Ana, a su Auswitch particular, fue una suerte de síndrome de Estocolmo, el amar pese a todo a sus verdugos, amar a los monstruos, que en su caso no estaban dentro, sino fuera, disfrazados de padre y de madre, que la machacaba el uno por sus gordos cojones mientras la otra miraba hacia otro lado, eso sí, porque supuestamente la querían.
Se olvidó Ana, que el amor, a veces, no es poner una y otra vez la otra mejilla, sino decir basta, detener la agresión y desenmascarar al violento, para que éste tenga oportunidad de verse y comprender que no va a acabar con su frustración y su miedo, pegando hasta la desesperación a ningún niño. Pero es muy fácil de decir _lo sé_ cuando ya no se es niño…
En ese empeño, noble pero estéril, Ana no ganó el amor de nadie y perdió el debido a sí misma, pues de tanto oír que debía de hacerse mayor a imagen de lo que en ella proyectaba quien la maltrataba, hormiga productiva y honrada, abeja clónica en el panal del mundo, perdió el norte de su niña, un niña sin nombre que soñaba con pintar a Dios con colores de arcoiris, y con contar su historia, la historia olvidada de todos nosotros, a través de las palabras, esa empresa tan ingrata a veces, a menudo incomprendida, siempre tan difícil.
No lo duden. Cada vez que un niño es obligado a callarse, muere la voz más auténtica y genuina del mundo. Cada vez que una bofetada sella los labios de un niño, pierde la verdad y gana la batalla la mentira.
Ana, al igual que tantos otros seres, es una de esas voces perdidas, pues hasta la fecha _quizás de tanto oír que de la literatura no vive nadie, y que lo de ser artista es más bien cosa de putas y maricones_ no ha perdido todavía el miedo a ser sencillamente ella, la niña que pinta, la niña que escribe. Y anda todavía buscando rotuladores gastados, excusas peregrinas, papeles en blanco, plumas a las que siempre les falta tinta, dando vueltas y vueltas en torno a sí misma, como una noria de los sueños, que siempre parecen estar al alcance de la mano y nunca acaban de materializarse. Es tan pródiga en su amor a otros que se multiplica y se parte, se dispersa y comienza a recorrer los caminos de todos, menos el de ella misma.
Ana se olvida de que cuando convocamos los caminos de otros, el Universo nos devuelve laberintos.
Y todo porque su cabeza, forjada a golpes en la fragua de la barbarie humana, ha cambiado el nombre de las cosas, ha invertido lo esencial, de modo que su mente llama egoísmo al amor propio; su cuerpo llama amor al agotarse haciendo cosas por los demás y su alma se queda dormida, aprisionada en un sueño extraño, soñando con la verdad.
Ana, perdida en el laberinto donde soñó ser Rita Hayworth, vive todavía atrapada en la ilusión de ser otra, aquella que le han dicho que era, generosa en el esfuerzo, eficiente hasta la saciedad, responsable hasta el hastío, capaz de cargar sobre sus hombros una montaña y de poner el alma y darlo todo en proyectos a la postre ajenos, en sueños de otros, que ella hace pasar por suyos, pero tristemente paralizada por antiguas palizas, por viejos insultos, por antiguos desprecios, a la hora de darle una oportunidad, una simple y necesaria oportunidad, a lo único que de verdad importa, a la gran olvidada de todos, a la siempre despreciada, a la inocencia maltratada, a su niña.
Ana no ha sabido abandonarse, pues siempre se siente responsable, por amor, de los demás.
A Ana le falta aún abandonarse para encontrarse a sí misma.
Lo que le ha pasado no explica nada de ella. No es cuestión de buena o mala suerte.
La suerte no existe. Es una fábula.
Dios no reparte suerte.
Reparte dones.
Y es cada experiencia, no una putada o una bendición, sino una oportunidad extraordinaria de recordar y de ser lo que uno es. Ana convocó experiencias formalmente terribles para hacer memoria de sí misma y de sus dones. El suyo, a mis ojos, está claro: Ana es Amor y tiene el don de ser mensajera y mensaje, voz, de lo que Es.
De lo que todos Son.
Ana es maestra de todo, pero alumna de sí misma. Y por eso Ana, llegado el momento de mirarse al espejo y de preguntarse qué la hace sentir bien, no responde su niña, no recuerda su don. No responde Dios. En su nombre lo hace Ana, la voz autorizada, para argumentar que no es el momento de escribir nada, que no es hora de ser, sino de hacer, que no es la circunstancia adecuada, que tiene otras cosas más importantes que realizar, que no ha vivido lo bastante, que le falta experiencia vital, que no tiene gran cosa que decir… Lo curioso de todo el asunto es que, con poquísimos años y con esa saludable insolencia y atrevimiento que da la inocencia, sí creía tener TODO que contar a través de sus fábulas y de sus cuentos, los mismos que los adultos acostumbran a llamar mentiras.
Ana es así. Lo hace todo por los demás. Muy poco, todavía, por lo mejor de sí misma. Tiene ojos para ver la belleza ajena. Le faltan, a menudo, para verla también en ella. Así se lo han enseñado. Así se lo ha creído.
Sabedora de todo ello, Ana ha tenido, en consecuencia, que bajar ella también a sus propios infiernos con el fin de abrir las habitaciones más oscuras de su palacio y liberar el infinito dolor almacenado en ellos, para poder así recuperar la voz de ella misma y la de todos los oprimidos, condenados al silencio por una vergüenza ajena que han convertido inconscientemente en propia. Ana fue en busca de la Verdad dormida y se encontró a sí misma, una niña blanca sentada en una silla de madera, niña triste a la que nadie consuela, niña de luz en un mundo oscurecido, invisible de cara a todos para que nadie le hiciese daño, convertida en estatua de sal para que nadie pudiese encontrarla.
Ana tuvo que ir hasta el mismísimo fin del mundo de su alma para encontrarse a sí misma en vuelo, gaviota libre que no cabe en ninguna jaula, mujer que es una y, a la vez, todas las del mundo, eterno femenino que es la expresión más generosa y pura del Amor de Dios, Magdalena, Isis, Afrodita, reina de las putas o santa entre las santas, niña siempre, piadosa y procaz, Babilonia antes que Roma, virgen de la lujuria, mesías de un nuevo mundo, alfa y omega, cruce de todos los caminos, fértil y fecunda, inabarcable, risa fresca, fuente de los milagros, madre, hija, hermana, esposa, amante, dueña de las horas, ángel sin tiempo, simplemente Ana.
A Ana ya sólo le falta rescatar de los infiernos su voz. Fiel a su estilo, eso ya sucedió ayer, pero ella cree que será mañana. No importa. Sin que me lo haya pedido, pues las niñas mudas nada piden, yo le dejo provisionalmente la mía. Porque la amo como a mí mismo. Porque ella tuvo fe en mí, en Lucas, y supo ver y amar al amo mío más allá de sus innumerables espinas. Porque amó a los niños del amo como suyos desde el primer día. Porque ella es Amor, en definitiva, aunque, a veces, como a todos, se le olvida.
Fíjense en ella. Sus ojos son infinitamente hermosos. Y su voz, provisionalmente mimetizada con la mía, les alcanzará a todos un día estos, el menos pensado, el día más sentido, ya lo verán, para recordarles que no se dejen engañar nunca por las tercas apariencias, porque es posible encontrar y ser Amor, experimentar pasión absoluta, en las circunstancias más horrendas y difíciles.
Cierren los ojos y miren.
Vean lo que no se ve.
Apasiónense.
Tengan fe.
Sean Ana.
Déjense tocar y toquen almas.
Resuciten los muertos.
Hagan milagros.
Y hagan suyo el no mandamiento de su corazón, el octavo, que es número de ángel…
Ten fe. Todo lo que ves o tocas es aparente.
La única Verdad Es... lo que sientes.
La vida según Lucas (III). Diario póstumo. 2008. Fragmento.
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Feliz cumpleaños, Mía... Es hora de volar.
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