Hace unos días, con motivo del día del padre, que aquí todo Dios tenemos dedicado un día para olvidarlo los restantes 364, mis cinco hijos me felicitaron con efusión, haciéndome temblar el píloro en una sacudida emocional de grado 8 en la Escala de Richter. Los dos mayores, que viven a tomar por saco de mí, allá en mi amada Galicia, me hicieron llegar una foto suya dedicada que supo borrar de un plumazo todas las distancias. Las tres pequeñas, que sí viven conmigo, lo hicieron a golpe de poesías aprendidas en el cole, que me recitaron así, a bocajarro y a traición, sin decirme papá, te vamos a provocar un terremoto en el corazón, poniéndome los pocos pelos de punta y los ojos míos en pleamar.
Yo, ese día, aunque no me tocó el cupón, fui el padre más rico del mundo y mis hijos todos, el mejor ejemplo de que los mayores poco tenemos que enseñarles de importante que ellos, sin que les toquemos las narices, no sepan ya. Ése día, fui padre felicitado e hijo amnésico, porque yo al mío, a papá, ni se me ocurrió llamarle. Es hora, pues, de llenar los huecos de tantas otras fechas pasadas en las que, inconscientemente, me comporté como huérfano. Para algo bueno tenía que servir este blog, este reino del silencio, donde puedo largar a gusto sin que nadie me contradiga.
Mi padre es de los que no quedan. Un cacho de pan. Un tipo bueno hasta la médula y singular, un hombre que jamás me puso la mano encima, un milagro del carallo si tenemos en cuenta que su generación fue adiestrada en la impronta de que la educación con hostiazo entra. Jamás recuerdo yo a papá, fuera de sí y hecho un basilisco, ni siquiera medio furioso por nada, mucho menos dando voces, nunca dispuesto a echar la bronca. Jamás recuerdo a papá, ejerciendo, porque lo digo yo o por sus santos huevos, de tradicional papá.
Aunque lo elegí yo _porque todos y cada uno elegimos a nuestra familia antes de nacer (sí, sí... entiendo que hayáis empezado a llamar masivamente a los loqueros...)_, con mi padre me tocó la lotería celestial, porque no hallaréis en él el más mínimo atisbo de ira, de violenta testosterona, de ejercicio despótico y tiránico de la autoridad. Y sin embargo, a la hora de imitar modelos, yo elegí el de mi madre, echá palante como ella sola, dicharachera y la última palabra la digo yo.
Confundí la calma de papá con la mansedumbre. El silencio con la falta de criterio. Las manos blancas de no pegar con déficit de arrojo y valentía. Y, no queriéndome parecer a él, me convertí en un ser con un par de ovarios a la usanza de mi madre, porque el hombre formidable que dormía en mi padre no fui quien de verlo hasta como quien dice ayer, cuando los muchos años de la experiencia colocan a todo Cristo en su lugar y a mi padre en el merecido altar de los hombres buenos y honrados hasta el aburrimiento.
El único fallo de mi padre fue el de ser generoso y trabajador hasta la médula y querer, como todos los de su famélica generación, que sus hijos fuesen más que él, que tuviesen todo lo que él nunca tuvo.
Ahí se equivocó. El camino no era, como ahora sé, ser diferente y más que tú, sino ser precisamente tú, el renegado de la testosterona y el hombre tranquilo. El hombre que vence al tiempo y se hace eterno, porque no lucha. No agrede. No impone. No mata. Mi padre de manos blancas y el ahora blanco abuelo Quin. Mi elección más inmerecida y afortunada.
Papá.
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Aunque lo elegí yo _porque todos y cada uno elegimos a nuestra familia antes de nacer (sí, sí... entiendo que hayáis empezado a llamar masivamente a los loqueros...)_, con mi padre me tocó la lotería celestial, porque no hallaréis en él el más mínimo atisbo de ira, de violenta testosterona, de ejercicio despótico y tiránico de la autoridad. Y sin embargo, a la hora de imitar modelos, yo elegí el de mi madre, echá palante como ella sola, dicharachera y la última palabra la digo yo.
Confundí la calma de papá con la mansedumbre. El silencio con la falta de criterio. Las manos blancas de no pegar con déficit de arrojo y valentía. Y, no queriéndome parecer a él, me convertí en un ser con un par de ovarios a la usanza de mi madre, porque el hombre formidable que dormía en mi padre no fui quien de verlo hasta como quien dice ayer, cuando los muchos años de la experiencia colocan a todo Cristo en su lugar y a mi padre en el merecido altar de los hombres buenos y honrados hasta el aburrimiento.
El único fallo de mi padre fue el de ser generoso y trabajador hasta la médula y querer, como todos los de su famélica generación, que sus hijos fuesen más que él, que tuviesen todo lo que él nunca tuvo.
Ahí se equivocó. El camino no era, como ahora sé, ser diferente y más que tú, sino ser precisamente tú, el renegado de la testosterona y el hombre tranquilo. El hombre que vence al tiempo y se hace eterno, porque no lucha. No agrede. No impone. No mata. Mi padre de manos blancas y el ahora blanco abuelo Quin. Mi elección más inmerecida y afortunada.
Papá.
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