Dirijo estas palabras a los lectores que, según me consta, puntual o regularmente me leen desde el otro lado del Gran Charco, en la América hispanohablante, incluidos los Estados Unidos, ya que, desde una perspectiva de diferencia cultural, soy perfectamente consciente de que la mayoría de ellos puede encontrar, en mi forma no autocensurada de comunicarme, expresiones que, desde sus usos verbales habituales, le puede parecer malsonantes, mal educadas o incluso groseras y soeces.
Sepan todos ellos, que ninguna de mis palabras encierra el más mínimo deseo de ofender _sí de molestar y conmover, de mandar a tomar por saco a mentes plastificadas por la doble moral de saldo_, ya que este animal de bellota que les habla ha elegido venir a este mundo con vocación de ponerlo literalmente patas arriba, no os lo niego, pero jamás con voluntad de herir a nadie, ni siquiera verbalmente. Otra cosa es que la ofensa, como suele ocurrir tan a menudo, viva en los ojos del que lee, en los oídos prejuiciosos del que escucha, ya que todos _incluido yo mismo_ hemos sido mal-educados en la universal creencia de que, al igual que sucede entre los hombres, hay palabras buenas y estupendísimas y otras, siniestras e indignas, vaya por Dios.
No es el caso en el universo de quien les habla. La coprolalia en mi boca es darme permiso para no temer a las palabras y disfrutar con todas ellas. En mi reino, todos los hombres son iguales y las palabras son sólo palabras, puente frágiles o eternos que mi alma en rebeldía tiende hacia quien encuentre en ellas su solaz o su consuelo, su adhesión por reconocimiento o el mayor de los desprecios. A mí me da igual, yo no pongo expectativas en ellas. Pongo, eso sí, el corazón entero, la luz inagotable que vive en mi adentro. Mi invisible riqueza.
Para mí, en las palabras no anida la maldad, como tampoco lo hace en el interior de ninguno de nosotros. No son mensajeras de las tinieblas, aunque muchos ojos pueden encontrar en ellas la oscuridad. Son palabras en libertad, eso sí, divinas aunque no lo parezcan, porque a mí Dios de Amor no lo chulea ningún Papa, ni lo secuestra ninguna iglesia. Faltaría más.
Las palabras no las carga el diablo, sino los prejuicios de quienes creen tener a Dios, o a la Razón, únicamente de su parte.
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