He desertado, para siempre, los salones mundanos del decoro y las apariencias; dejado atrás todo lo que dignifica la vida de los otros, de la gente comme il faut. Y lo he hecho desde el momento en que yo, que soy habitualmente perro verde y lobo ermitaño, he comenzado a tejer una red social, como se dice ahora, poblada por lo peor de cada casa, por chusma de las profundidas, proscritos y gentuza, por seres procedentes de la corte de los milagros. Las ovejas negras de las buenas familias. Mi mundo nuevo. Mi nueva casa.
En esos nuevos puentes míos hacia los demás, tendidos por presunto trabajo, pero todos ellos hechos con el material apasionado de la devoción, que yo ya soy incapaz de hacer nada que no sea por placer, así me maten, me reinvento a mí mismo bajo el cielo de la buena educación, cosa que me pone siempre mucho, y el exquisito respeto, que es una de las virtudes que más aligeran mi alma de gaviota. Y como es ley en el Universo, en cuanto toco una tecla del ordenador o del teléfono, se acercan a mí compañeros del inframundo, diablos de todos los pelajes, afines en la compartida creencia de que es posible crear un mundo _una quimera para la gente estupenda_ donde la libertad individual jamás entra en conflicto con la palabra tolerancia.
Esos afines no tienen nombre conocido en el mundo real _para nosotros, el de las apariencias_ y ha sido necesario inscribirlos en el registro incivil de la pantomima para darles un apodo que los mantenga a salvo de los apedreamientos. Se llaman por ejemplo Antonia, la inesperada exquisitez y la dulzura que florece en la oscuridad de una mazmorra; o Juan, catedrático de secundaria, que ha probado la mayor parte de los placeres que los demás arrojan, por perjuicios, a las letrinas de la vergüenza; o Marc, parado y abanderado de las noticias más cerdas de las catacumbas; o Gaelx, que nos recuerda que no ha nacido varón, capaz de dibujar con precisión el mapa de la vagina humana, o tantos y tantos otros que abominan de tener que disfrazarse para ir cada día a la oficina y, con el fin de quitarse el olor a podredumbre y a mentira, se zambullen cada noche en los abismos de sí mismos, los que la mayoría , desde el desprecio que emana de su ignorancia, considera pestilente cloaca.
Yo, como todos, llamo a mi vida aquello que Soy, oink, oink. Tal y como he llamado, y llamo a diario, a mi torda alazana y a mi Señora de Feroz, a la que amo como a mí mismo y que está todavía convaleciente de sus desventuras mundanas, aún recuperándose en la sala de descompresión de este momento de nuestro camino, echando por la boca la atmósfera tóxica del mundo en que alguien, que no soy yo, la soñó princesa, y empezando a soñar por sí misma en sacar, para siempre, su coño de los salones mundanos en que ambos hemos muerto.
Dios, mientras tanto, espera confiado y musita en silencio la promesa de sus nuevos caminos. Y, por si se nos olvida, nos recuerda que no estamos solos...
"Yo no os envío sino ángeles".
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