viernes, 11 de febrero de 2011

La dieta del guisante



Soy pez que vive y muere por la boca, tú bien lo sabes. Y no lo digo por las palabras, ese alimento a menudo tan indigesto, como te ha ocurrido a ti hoy al desayunar mi balada triste de la soledades.  No, yo he venido a esta vida con la firme determinación de  comérmela con patatas _gallegas, en pudiendo ser_, y mejor con grelos, lacón y chorizo, que a mí los sabores ni fu ni fa, grises,  me traen al pairo el paladar, como también sabes.

He venido a ponerme tibio, a darme el  pantagruélico festín, a comerte a ti a todas horas, tal y como me place, en tu salsa o directamente cruda y sin aliño alguno, tanto con hambre como sin ella, que comerte a ti es simplemente vicio elegido y no necesidad, pecado capital de gula, canibalismo  incivilizado penado por la ley.  Todo un placer. He venido a darme el soberano gusto de compensar mis dietas pasadas _ésas sí, horrendamente tristes_, en las que si  no morí de hambre, fue por  pura vergüenza de que se llegase a saber que fui mendigo y perro famélico que buscó migajas  bajo la mesa del placer.

Lo que en tu boca fue sabor de mi tristeza es, en realidad, hambre. Hartazgo de las sábanas del agotamiento y hambre de tu cuerpo en luz. Hambre de ti. Es _y sé que te place muy poco el leerlo_ mi penúltimo puñetazo sobre la mesa de la distancia decidida con cualquier pretexto. Mi último y desesperado intento por sacarte de la nevera de las tonterías y echarte sin miramientos al fogón. Y es también mi aullido de animal que codicia tus huesos, Dios que busca hacerse carne y sangre  en tu boca para volver a la vida cada día, el cazador que pretende, tras matar de un azote a la mujer de cartón piedra que el mundo puso en tu cabeza, el trofeo de tu piel. Nada nuevo bajo nuestro sol.

¿Y qué voy a hacer?, me preguntabas hoy... 

Lo primero... Darle sentido a este blog, desenmascarando a la presunta tristeza para dejar aquí universal constancia de mi hambre vieja de ti.


Lo segundo... Sentarme a nuestra mesa e invitarte, una vez más, a comer.

Lo tercero... Llamar a la camarera "yo-solita", ésa tía tan maja, confiando en que, esta vez, no va a tirarme los platos a la cabeza.

Y en cuarto lugar.... Pedirle, en nombre de ambos, una vida de lacón con grelos, para matar todas las hambres, acompañada de la dieta del guisante por aquello de la tontuna compartida, la risa floja y la pura diversión... Esto último, no siendo ya posible, tanto da, lo cambio con gusto por cualquier plato que lleve por ingrediente esencial la complicidad de los afines y, lo único y más importante...

sabor a ti.
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