Estoy hecho un animal de mucho cuidado. Un extraño híbrido, a medio camino entre el hombre lobo y el puto vampiro al que llaman Drácula. Y no lo digo para hacerme el interesante o porque la naturaleza me haya dotado con un cantidad inconfesable de pelo en pecho para convertirme en la antítesis del homo lampiñus que tanto se lleva ahora, sino porque hoy, de golpe y sin previo aviso, he cobrado repentina y demoledora conciencia de que mi comportamiento habitual me aleja irremediablemente de lo humano y me acerca, peligrosamente, a los documentales de La 2, en cuyos protagonistas de la variedad mamífera encuentro yo más afinidad que en la evolucionada raza de los hombres.
Esta animalada que hoy confieso viene a cuento de que mi menguada mente racional a menudo me sorprende, en atisbos de lucidez humana que se dan en mí muy de cuando en cuando, olfateando el aire en busca del rastro de una comida que, si me place nasalmente, soy capaz de ingerir sin probar bocado por el hocico y a la que no me acerco ni a mil kilómetros _así me disparen con balas de plata_ cuando no pasa el filtro gustativo de mi hambrienta pituitaria.
Peor aún: Lo poco que queda en mí de hombre me sorprende a menudo vagabundeando por la casa como siguiendo un reclamo invisible, que me lleva irremediablemente al cesto de la ropa sucia o a cualquier lugar donde mi hembra haya dejado, al descuido, uno de sus tangas tras haber perdido, a Dios gracias, el humano camuflaje del suavizante. En ese punto me detengo entonces, por puro instinto, como quien llega a la tierra prometida. Y aúllo triunfal y orgulloso de mi agudo olfato, capaz de no perder jamás el rastro de la memoria de lo mío a través del desierto de los olores artificiales y rutinarios.
Y claro, con ese montón de pelo y ese hocico de precisión que yo tengo, a mi hembra la detecto por el aire, mucho antes de que aparezca en mi campo visual, al que yo llamo, como buen mamífero, mi territorio. Y cada vez que la miro pasar como una gacela por la sabana del pasillo _ahora me doy cuenta_ se me ponen todos los pelos de punta y la observo, con codicia mal disimulada, como si se tratara de una presa sobre la estoy dispuesto a saltar en cualquier momento para moderle el cuello como un vampiro más feroz que los de Transilvania, cosa que me pone mamífero total, casi tanto como la caza mayor del pezón en cualquier época del año, que ya es decir...
Soy tan animal que la cosa mía de los mordiscos a cualquier hora y dentelladas a mansalva me hace vagar por casa como un Bela Lugosi sediento de leucocitos y cobra tintes a menudo de canibalismo muy chungo, antropofagia salvaje e inhumana de la que sólo me salva _y salva a mi gacela de los Cárpatos_ no un tardío gesto humanitario mío antes de despedazarla, de matarla de placer, sino la certeza racional de que si me la como hoy toda entera, tal y como me sale de dentro, no quedaría de ella nada por comer en época de pajas flacas.
La conciencia de hoy es constatación de que donde ayer quise ser gentelman de salón hoy me sale, ante cualquier estímulo, la bestia que llevo dentro. Con el paso de los años yo involuciono. El tiempo se me hace cangrejo y regreso a mi paraíso perdido, despedazado por la civilización y la cultura. En lugar de ser más humano, más racional y bancario, todo yo cabeza y cuenta corriente, me precipito por la pendiente de la escala evolutiva y paso del homo sapiens sapiens, que nunca fui, al salvaje canis lupus, de día, y quiróptero hematófogo, a partir de la medianoche.
Licántropo y chupasangres a partes iguales.
Licántropo y chupasangres a partes iguales.
Y cómo no... Mi condición animal se agudiza en noches de luna llena y me aparta del mundo evolucionado de los hombres. En tal estado, el de ser y hacer el bestia, confieso que he mordido y renuncio gustosamente a ser uno de ellos, dispuestos a asesinar por poder o por joder, pero incapaces de matar de placer a una gacela en ninguna Transilvania.
Cierro los ojos al mundo y sueño entonces con su cuello de hembra en fiesta y con ser un personaje de ficción. Jamás un hombre de carne y hueso. Y os juro por Nosferatu que no me tiemblan las fauces ni dudo un segundo en elegirlo:
Canníbal Lecter en El silencio de los borregos.
¡¡¡Auuuuuuuuuu!!!...
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