lunes, 20 de diciembre de 2010

El rey pescador


Si hay unas palabras que han marcado mi vida hasta lo inexplicable, nueve palabras que han impactado  para siempre en lo más profundo de mi alma, están contenidas en una frase que escuché, por vez primera siendo niño, en  la desvencijada iglesia de una remotísima aldea, perdida bajo la falda de una montaña, allá en Galicia, y que aún hoy, muchos años después, no deja nunca, nunca, de conmoverme cada vez que llega,  cargada de compasión, de nuevo a mis oídos.

"Perdónales, Dios mío, porque no saben lo que hacen".

Mi mundo personal, el tesoro más preciado de mi alma escondida, está contenido en esas nueve palabras. Me estremecen eternamente hasta la médula. Me pone de vuelta y media decirlas u oírlas, tanto da, y hacen saltar por los aires cualquier cosa que acapare mi atención en ese momento, para dar paso a un silencio sepulcral, devastador, reverencial,  que me coloca a mi pesar  _a mí, que temo al dolor más que a la muerte..._, subido a la cruz de la infamia, partido el cuerpo y rota la mente, pero con el corazón lo suficientemente entero para ser quien de pronunciar el que es, para mí, el mensaje de Amor más grande jamás contado.

Yo soy incapaz de concebir, literalmente incapaz por mucho que me esfuerce, expresión más aterradoramente hermosa de misericordia, de Amor incondicional, de compasión dirigida a los que, desde la perspectiva mundana, menos merecedores serían de ella: los mismísimos verdugos que te atormentan y arrebatan la vida. Y me da lo que se dice igual que tales palabras hayan salido o no, alguna vez, de una boca humana o divina, que en mí son lo mismo... La cuestión es que esas palabras son por encima de quien pueda pronunciarlas, no tienen dueño ni están sujetas a nadie, existen por sí mismas en el mundo de las ideas más hermosas de Dios, esperando porder salir a la luz y ser pronunciadas en lo más recóndito de mí.  De mí como en cualquiera.  

Desde que las escuché ya nunca fui el mismo. Sonaban, en apariencia, fuera, pero yo supe, sin lugar a dudas,  que eran el eco de una Voz que estaba dentro, pugnando por salir.  Pese a ser niño, supe que algún día, en esta vida o en las otras, llegaría a ser digno de esas palabras, del sentimiento con mayúsculas que les da vida.

Perdonar y compadecerse en el momento en que la mente clama venganza, lo que eufemísticamente el mundo llama justicia, es mi tendencia natural y mi camino. Y puede dar fe de que no son, para variar, sólo palabras, pues tengo experiencias repetidas en esta vida de mi incapacidad para desear mal a  ése, que parece otro y soy yo disfrazado de enemigo. Yo confieso que no conozco en esta vida la sensación de odiar.

Yo estoy, a raíz de nueve palabras, en otro viaje. Puedo, como el que más, que mejor no soy en nada, montar el Cristo en un momento dado, pero eso es todo,  una simple tormenta de verano. Yo ya no concedo a nadie el poder de torturame con su desprecio, de hacerme sufrir con sus mentiras, de tentarme a devolver golpe por golpe. Esa oscura experiencia es un cáliz  demasiado amargo, que yo aparto de mí. Y sólo aspiro a atraer el alma de otros a esta experiencia fabulosa de ausencia de rencor, de exceso de misericordia y de perdón, de comprender que lo que se considera el mal no es sino la ignorancia de quien no sabe lo que hace, de quien  no recuerda que a sí mismo se lo hace.

Yo, que fui pez en el mar del olvido de que Soy Dios, ya sólo aspiro a ser rey pescador.

A ser mesías en la cruz del Amor absoluto y la misericordia.

A ser, como Máximo, en la película Gladiator, acostumbrado a matar, pero incapaz de ajusticiar al enemigo vencido, a sus pies, sobre la arena del circo mundano.

El Máximo que todos llevamos dentro.

El Máximo que tira su espada al suelo.

Máximo, el compasivo.

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