domingo, 19 de diciembre de 2010

El grial



Día el que sea

¡Yo es que no puedo con él! Al amo le ha entrado el pálpito de que todo va bien. Se le ha metido en la sesera que el porvenir se nos ha vuelto Mona Lisa que no puede, aunque quiera, dejar de sonreír. Y sus ojos, aquejados de un daltonismo raro, no perciben ya el color negro que nos cerca por completo y solamente distinguen el rosa. A mí el asunto de su repentina obsesión por la Gioconda no me ha causado desasosiego, pues el amo siempre ha tenido problemas de vista, tantos que en el pasado fue ciego de ojos abiertos, pese a lo cual sobrevivió a sí mismo. Me consta que no veía tres en un burro, pasaba por la vida como ausente, el corazón robotizado, mirando pero sin ver, y no se enteraba básicamente de nada que no fuera  su propio ombligo, el alfa y la omega de su existencia en las entrañas de la oscuridad.

             Fue paladín de los necios este amo mío, escudero de la ignorancia consentida, un poco tonto del culo y un mucho corto de miras sin justificación.  Y no lo digo por meterme con él, que yo al amo le tengo en la más alta estima, que nadie se vaya a creer, sino porque él mismo me ha reconocido que ha tardado prácticamente la vida entera en darse cuenta de que no estaba solo en medio de un mundo que no entendía, sino que a su lado, y aún más cerca, siempre ha estado el buen Dios. 

             El amo, en efecto, me ha confesado que no ha vivido, porque vida no se le puede llamar a la existencia vacía y sin propósito de los hombres, que es lo que quiso ser en vano él. Se equivocó de medio a medio y, en lugar de mirar hacia adentro, se sintió submarino en el océano cuadriculado de la razón y puso su periscopio rumbo  a la rutina y al dejarse llevar por la indolencia de no molestarse en buscar a Dios, porque no está ni bien visto ni de moda, con lo que se me endiosó él. ¡Valiente memez! En el pasado, el amo le dio por empinar el codo en el bar de las soledades y, de tanto mirarse en el espejo de la mente, se me emborrachó de su imagen de Narciso, al punto de que no encontró a lo largo de tantos años el camino de regreso a sí mismo. Y anduvo dando bandazos aquí y allá, confundiendo en culo con las témporas, creyendo que Dios, harto de ser rechazado por la estupidez de la lógica humana, se había mudado hace tiempo al quinto cielo, dejándonos a todos compuestos y sin esperanza. El amo también fue de esos, no se crean, que confundiendo a Dios con los hombres, lo creó del barro de su propia miseria y al comprobar que su criatura tenía el don de la libertad, le expulsó de la Tierra  para reinar en las nubes y convertirlo en culpable, por omisión, de los pecados  de este mundo.          

          El amo tuvo, como todos, la  cabeza llena de pájaros, el alma colgada en el armario de las cosas inútiles y profesó la religión de los muy inteligentes, que son todos ellos cabeza y cuerpo, como las gambas. Por eso Dios, viendo que el amo estaba desvariando de lo lindo y que no regresaba ni a la de tres al redil de la libertad con mayúsculas, la de decidir ser antes que poseer, tuvo que invertir las tornas y ser Él el que lo encontrase, porque si no, este amo mío, despistado y obtuso como es, habría seguido jugando a ser pulpo en el garaje de su idiotez. Y le habrían dado las uvas, seguramente, buscando respuestas racionales en los libros, sentido cuadriculado  al caos de su vida, en el disparate que tiene por cabeza.

        El amo ha sido un mal hijo que se ha beneficiado del indulto de la misericordia y la paciencia de Dios, un rebelde sin causa que se ha aprovechado de que al “mejor’’ no le va para nada el papel de juez ni de legislador y por lo tanto no le da por la venganza a la que suelen llamar justicia, ese ojo por ojo de hacérsela pagar al que la hace, tal y como haría la mayoría de los hombres en su lugar.  Al amo le ha tocado la lotería celestial, el premio gordo de su inmerecida Navidad, porque en el fondo tiene la fortuna por aliada, al único santo de verdad de cara y por eso sonríe tan a menudo como un bobalicón en medio del desastre de todas las batallas que por estar perdido perdió. 

        Quizás por ello no debe llevar a extrañeza que le haya dado la pájara de ver en la mueca del dolor diario, la sonrisa sin sexo que pintó Leonardo, quien supo captar el enigma de Dios, la necesaria unión sagrada de los dispersos, reconciliación final de los que estaban perdidos en los labios donde se mimetizan lo femenino y lo masculino, el lugar donde el que busca encuentra, en sí mismo, su otra mitad. El amo es muy consciente de que la gracia de Dios le ha venido por añadidura y no como conclusión inevitable de los méritos que nunca tuvo. De ahí ese contento que se gasta, esa certeza de lo absurdo, la confianza cimentada en el aire sobre la belleza indemostrada de lo que ha de venir. El amo, hasta ayer mismo prisionero del tiempo de su invidencia, y ahora, renacido de sus pretéritas amnesias, se me ha puesto de resaca y a flipar en colores, a ver la luz en todas las esquinas del presente, y a creer, sin lógica ni fundamento,  que cualquier baúl de los recuerdos futuros  será mejor.  

      Me tiene desconcertado el amo con tanta seguridad en lo improbable, que hasta cuando llueve le parece a él que haga sol, alucinaciones por lo demás muy contagiosas, porque mi rabo, que no me consulta nada, tal y como hace él, se me ha puesto de su parte y anda todo el santo día dándole gracias a Dios, no ya por todo lo que nos ha regalado hasta la fecha, que es más que mucho, sino por todo lo que _desde la perspectiva rosada del amo y de mi rabo traidor, repito_ está a punto de tirarnos por la chimenea de su pródiga bondad. Será por eso que se sonríe la Mona Lisa, de verlos a ambos, seguros de nada y, sin embargo, confiados en todo lo que no se ve.  La mueca del pasado ciego del amo se le hizo rosa en la boca indefinible de la madonna, creencia mistérica en lo oculto, la confianza absoluta en que ningún mal nos puede ya lastimar. 

       La esperanza es la riqueza de los desheredados de la Tierra y la Gioconda el testigo de que el futuro, para otros tan impredecible, nos trae, tan cierto como la locura infecciosa del amo, el grial de nuestra felicidad.  


Extracto de La vida según Lucas (II): Diario ampliado.

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