viernes, 17 de diciembre de 2010

La parabola del alma peregrina


Ayer hizo un año de la metamorfosis, que el mundo llama muerte, de un ser bello,  por cuya vida quise pasar para sembrar en ella un reguero de estrellas que la guiase hacia el encuentro luminoso Consigo  Misma. También ayer, la tercera de mis hijas, un dibujo animado de la risa que ha cobrado cuerpo de niña, cumplió su tercer y bullicioso aniversario en este espacio-tiempo. Y tres días antes, mi único hijo varón, que posee unos ojos tan bellos que ve en mí toda la risa del Universo, que ya es decir, alcanzó por su parte el número nueve.

Esos tres seres amados encarnan, nunca mejor dicho, otras tantas caras de una misma verdad y paradoja: Las existencias fluyen  _y confluyen_ mientras la Vida permanece. Los tres son  ejemplo de que toda separación es artificial e ilusoria, de que muerte y vida se dan inexorablemente la mano, por mucho que la mente racional se empeñe en separarlas, y son, al fin y al cabo, una y la misma cosa: Un viaje del alma por el camino de los sueños.

La primera de ellos eligió irse un 16 de diciembre, convencida de que su paso por esta vida había concluido y lo hizo en la certeza de que su muerte aparente había sido un ejemplo de serenidad y confiada alegría a la hora de regresar a casa. Gloria, que así se llama, fue estrella que brilló como nunca en su ocaso, una de esas estrellas que apenas se deja notar hasta que, llegado el final, estalla de pronto en una fabulosa Supernova, cuya luz equivale al de toda una galaxia de miles de millones de estrellas. 

Ésa fue su grandeza. Gloria fue la madre-pájaro que voló por amor a sus polluelos para que éstos, atrapados en su cielo protector, pudiesen al fin volar pos sí mismos. Gloria, cuando se le apagaba la existencia, no eligió el dolor que la había elegido y decidió brillar en la oscuridad de la agonía. Gloria recordó, justo al final, que el final es, en verdad, no el comienzo de la tristeza, como  creee el mundo, sino el principio  de la alegría que se repite en un ciclo sin fin. Recordó que la vida es risa, que el sufrimiento es elegido y  que la tragedia, que con tanto ahínco escenificamos todos, es sólo aparente y una solemne tontería.

Así se lo conté al oído tantas veces. Así se lo  transimitió a los suyos, no porque yo se lo dijese, pues a menudo me escuchaba como quien oye misa, sino porque lo supo por sí misma cuando comprendió que el rostro arrugado que le reflejaban los espejos del mundo, el de la mujer que se moría, no era sino el de un ángel de la Vida en los ojos eternos de Dios. 

Gloria me concedió la gracia de acompañarla, en una pequeñísima parte que me corresponde, hasta el umbral mismo donde concluye el sueño del alma para despertar a la Vida. Desde este post (mortem) le doy las gracias ante el mundo entero por su extraordinaria  generosidad y confianza en el desconocido. Pero, sobre todo, le doy las gracias porque nuestra pequeña historía, vivida con minúsculas al pie de una cama o un sofá, donde ella yacía, se la podré contar a todos mis hijos,  que ahora inician su andadura de estrellas que  aún no saben que son Supernovas, como la parabola del alma peregrina.  

La parabola de Gloria, que se creyó mujer mientras su mente anduvo errante por las  falsas preocupaciones mundanas y que, en el epílogo de su existencia, en el momento de apagarse, brilló en todo su esplendor al recordar que  era Amor eterno y la Luz que nunca acaba.

La luz de todas las almas peregrinas.

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