La niebla del fin del mundo me ha seguido, sigilosa, los pasos hasta Toledo. Presiento que para indicarme el camino de regreso a mi amada Galicia y para darme la oportunidad de hablar del gris que tan poco me gusta, el limbo en el que, sin saberlo, anda la común de las almas vagando.
De poco le ha servido a la Iglesia Católica eliminar de golpe y porrrazo el limbo, después de siglos de mandar allí el alma de millones de bebés que, siendo inocentes menos en el pecado original, que al parecer ya lo traemos de serie, como la marca vergonzosa de la Bestia, hay que joderse, tenían la mala baba de morirse sin pisar una triste iglesia y sin bautizarse: ese rito en el que un señor con faldas te echa agua en la cabeza y te quita, en un santiamén, las manchas de fabricación del alma. Lo peor de todo es que no me consta que el Papa haya enviado al desaparecido limbo ninguna misión de rescate, ningún escuadrón de ángeles de Harrelson, para devolver al paraíso vip, en el que sólo se entra con recomendación de San Pedro, a todos los niños hasta hace poco condenados al desprecio y al olvido.
Lo mejor, siendo egoísta, es que yo, que tengo a varias hijas sin bautizar, vaya por Dios, porque un día me dio la ventolera y me planté a la hora de seguir colaborando con el gran negocio celestial, así me excomulguen a perpetuidad, no tendré que penar ante la posibilidad de que alguna de ellas acabe, dentro de tropecientos años, cuando salga del cuerpo para volver a la Vida, perdida y muerta de tristeza en ese lugar ignominioso, la gran putada del limbo, que algún cabrón inventó para que todo Cristo pasase por el aro arancelario de la pila bautismal.
Pero eso no me quita la preocupación, como padre, no como Dios, de que se me puedan extraviar en medio de la general grisura, de la niebla absoluta en la que anda la mayor parte del personal metida. Ése, para mí, es el verdadero limbo, el lugar de la inopia y la inconsciencia, el de no ver _o de no querer ver_ más allá de lo que tienes a medio palmo de las humanas narices. Ese limbo sí que me da un miedo que te cagas, no lo niego, porque una vez que entras en él _y hablo por experiencia propia_, acabas más perdido que un bate de béisbol en el culo de Belladona, más, incluso, que el dedo de un imberbe en busca del clítoris perdido en la laberíntica orografía del primer coño de su vida.
Yo es que debo de ser un gallego raro de carallo, uno de esos que uno se encuentra hasta en la Luna, sin ir más lejos, porque me pongo de los nervios y no me pone nada, lo que se dice na-da, el gris de no saber si voy o si vengo. Y no hay nada que más me joda en el mundo que no tener ni idea, que estar hecho un gilipollas integral, ante cualquier cuestión, para mí trascendente, para la mayoría irrelevante, de la vida. Yo es que prefiero el blanco nuclear o el negro tizón, la Luz total o la oscuridad sin paliativos, sin término medio, porque soy más exagerado _otra de mis incontables paradojas_ que uno del mismísimo Sur, donde cualquier chorrada nimia es, por definición, lo-má-grande.
Cuando estás en Luz, ves con absoluta claridad y con la sencillez de un niño. En tal estado de Ser la verdad te hace libre, consciente a la hora de elegir, huido de los comunes autoengaños, la siguiente jugada de tu vida. Por contra, cuando está a oscuras, te puedes romper la crisma una y mil veces chocando contra tu propia imbecilidad, contra las paredes inexistentes de tu ceguera, pero siempre cabe la posibilidad de que se encienda, aunque sea por error, un pequeña Luz en tu interior, un destello que alumbre el inicio del camino de salida.
Ay, pero cuando estás metido hasta las cejas en la niebla del limbo, no hay luz de ninguna potencia que valga. Que se lo pregunten si no a los conductores cuando, a traición y con nocturna alevosía, los sorprende la niebla espesa en medio de la carretera. Ahí sí que estás jodido y bien jodido. Ahí lo mismo te caes por el barranco al otro mundo que te encuentras de morros con la Santa Compaña, con la mayoría del personal vagando, como tú, en ordenada procesión, entre la fantasmal grisura que no permite a nadie ver a dos en un burro.
A mí, la niebla sólo me gusta en Galicia. Forma parte del paisaje de sus leyendas y le pega. La hace máxica. Pero hasta ahí.
La niebla se te mete en los ojos del alma y no te deja verte a ti mismo. Sólo a personajes que se hacen pasar por reales, espectros de la mente fabricados por el mundo, mutantes de sí mismos, que representan la comedia mundana de los muertos vivientes, de los vivos dormidos. Seres inconscientes _y que, sin embargo, de creen muy listos: ésa es la trampa_ que, sin saberlo, le hacen el juego a quienes manejan los hilos de la niebla y prometen, a cambio de entregarles la vida, falsos paraísos terrenales so pena de condenarte al infierno de los desheredados del mundo.
Lo chungo es que el paraíso que prometen es el mismo jodido limbo. La misma niebla cotidiana. El mismo gris de cada día.
Y yo eso no lo quiero para ninguno de mis hijos.
Ni para ti, que me lees, sin llegar a verme, a través de la niebla.
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