lunes, 13 de diciembre de 2010

Ana y el sapo



A pesar de nuestra falta crónica de tiempo para casi todo lo que tenga que ver con lo personal, que a veces hasta se nos olvida evacuar la vejiga, Ana, mi mujer, y yo sacamos a veces de la chistera del alma momentos luminosos que, en medio de la jaula de grillos en formas de niñas pequeñitas y bulliciosas, pidiendo lo imposible y más allá, en la que habitualmente vivimos, resultan, como poco, paranormales, a años-luz de las convencionales vivencias. Ana y yo, tal para cual, en los últimos días, de los de "agárrate que hay curva" como casi todos, hemos mantenido conversaciones que a mí, que por ahora paso los días limpiando mierda en la casa visible y en el desván de mi interior, me salvan del naufragio y me traen, como una bendición del cielo, un aguacero de post, que irán anegando y haciendo fértiles nuestras tierras comunes de este blog, la piedra filosofal que convierte la aparente rutina en lo extraordinario.

Ayer mismo, sin ir más lejos, una nublada mañana de domingo, que se presentaba previsible de tareas e intendencias hasta la bandera, borrasca de limpieza general y temporal de coladas, cien litros de lavadoras por metro cuadrado según las previsiones metereodomésticas, dejó pasar durante unos minutos un rayo se sol, apenas un hilo de luz con el que, a la brisa de poniente de un café, fuimos capaces de tejer en tiempo récord un parlamento sentidísimo acerca de la Fuente, escrito en mayúsculas para que nadie la confunda con la de la Cibeles, es decir, mismamente Dios. Pero fue un hablar de Dios desde lo personal, desde el viaje que cada cual elige en esta vida, el Dios de las pequeñas cosas, el Dios en sus versiones en miniatura, en sus individualizaciones, mundanas, en su versión divina de Ana y mía, sin ir más lejos, que es sobre la que podemos opinar cada uno con conocimiento y, a veces, incluso con sabiduría.

No voy a traer a este post _ya habrá ocasión para ello_ el contenido de la conversación, sino el hecho de que Ana, tal y como hace a menudo, puso el punto sobre la "i" del sentido mágico de lo que estaba sucediendo, una vivencia que supo transcender las circunstancias, el gris de la mañana de un domingo cualquiera, para elevarse por encimas de la coladas y los biberones hacia la atmósfera más pura de nuestras almas. En muy pocas palabras, Ana colocó las cosas de nuestra universo en su exacto lugar... "¿Con qué otro ser podría mantener una conversación sobre la Fuente una mañana de domingo?"..., señaló de pronto, llenando con su Luz todas las distancias, deteniendo el frenesí enloquecido del mundo y creando unos segundos de primavera donde antes sólo había invierno.

La miré en un éxtasis cotidiano y la vi, otra vez más, como tantas otras, como ella Es, extraordinaria. Cualquier cosa menos común. Únicamente común conmigo. Mía, en una palabra.

Ana es así. Ahí, donde no la veis, no conoce _más que por autoabducción_ el significado del término medio. Os Es Todo o es nada. O es fuera de toda medida, el despatarre total, o no te alcanza para nada. O atracón a mano armada o morir de hambre, que así es, a menudo a su pesar, como se las gasta. Ana, como yo, es el mundo al revés, excesiva hasta la exageración, fuerte como un roble aunque frágil como un cristal, rebelde y ácrata donde las haya, déposta sin querer y dócil jaca alazana, tendente al caos ella también, mal que le pese, disidente de la nada. El orden, para ella, es algo con lo que regularmente se llama a capítulo para parecer _sin jamás éxito a mis ojos_ alguien normal y con carta de presentación mundana, hábil como ninguna para hacer trabajos exquisitamente planificados, ordenadamente productivos, que ella vive, no como un placer, que sería lo deseable, sino como su tabla de salvación en cuanto a la supervivencia y a la no "escarlatodependencia" _A Dios pongo por testigo_ de nadie.

Pero a mí no me engaña. A ella le va el salto mortal y el vértigo, el abandono y la confianza ciega, aunque la tema como nada, ésa es su paradoja y su elección, más que ninguna historia convencionalmente planificada. Ana escribe los cuentos de hadas al revés, tanto que sus princesas acaban llamándose calle. Por eso, hace cinco años, y cada día desde entonces, después de besar a unos cuanto príncipes, de esos que uno puede presentar a la familia sin miedo a que te echen a patadas, acabó eligiendo al sapo de los pantanos, al divorciado de turno con hijo y más deudas que pelos en la calva, al cabeza a pájaros con telarañas en la cartera, al visionario iluminado con un punto canalla que espanta, al macho de más dudosa reputación de la manada, para ponerse las críticas y mal de ojo del mundo por montera y, en lugar de montarse un chalé de puta madre en la Moraleja, irse tan ricamente de alquiler con su sapo, con el que poder hablar de la Fuente cualquier domingo por la mañana.

Ana es, en el fondo, tan estrafalaria que ni siquiera le importó cuando, al besarme, el sapo no se convirtió en príncipe, sino todo lo contrario.

Fue ella la que, para el mundo, a Dios gracias, se convirtió en rana.

Extrema e irrepetible. Única.

La mía.

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