viernes, 10 de diciembre de 2010

La teoría del caos



Aunque con palabras más amables, mi mujer me lo recuerda a menudo:

Tengo tendencia al caos.

Soy desorganizado. Ácrata por naturaleza. Rebelde sin causa frente al orden que establecen otros. Padezco de ordenfobia. No me gusta el tiempo para cada cosa, salvo que la cosa sea exactamente la que me apetece, ni me siento para nada cómodo en lo que ahora llaman timing, que a mí me suena directamente a cárcel, la programación milimétrica del tiempo, la optimización del reloj, de modo que las horas resulten matemáticamente productivas.

Como no tengo la cabeza en su sitio, centrada en las tareas que cada día me aguardan, lo mismo empiezo esto, que lo dejo sin razón conocida y empiezo con aquello para acabar haciendo algo totalmente distinto a lo que inicialmente me había planteado. No las pienso y como no las pienso, habitualmente la cago. La cago tanto que ni siquiera se me ha ocurrido pensar que debo enseñar a mis hijos cuál es la forma exacta de doblar la ropa tras pasar por el tendal y antes por la lavadora, donde lo mismo meto _y no porque no se me haya dicho mil veces_ blanco con negro, que algodón con lana, en un disparate total.

Yo voy a la que salta. A hacer de mi capa un sayo si eso me place, cuando me place y como me place. Y así me luce mundanamente el pelo, que, en mi caso, es un decir... Y no es que yo no sea quien de ver los beneficios de controlar el tiempo para que te dé tiempo a realizar un sinfín de tareas, qué va. Lo veo, pero no me da placer. Me propongo hacer algo con un cierto orden, pero la cabeza se me va, al segundo siguiente, a pensar en todo lo que me pone cachondo, nada que ver con el orden, todo que ver con el despiporre padre y la entropía supina, y acabo no dando pie con bola.

Que se lo digan sino a mis hijas, que padecen en primera persona a este padre descerebrado , entrópico y tendente al descontrol, y que deben haber heredado, pobrecillas mías, el gen del caos, ya que, muy a menudo, el zapato derecho tiende al pie izquierdo y viceversa. Y ni ellas ni yo caemos fácilmente en la cuenta de que no damos una a derechas. Peor aún: la parte delantera de la camiseta, que hasta el más tonto sabe cuál es, pues hete aquí que el padre de las criaturas no, y se la acaba poniendo, como hace con el mundo, del revés.

A mí la rutina de la previsión y la tiranía del señor timing me matan. Me dejan frío. Me la pelan y me la sudan a dos manos. La organización exige una disciplina de la que yo carezco y, a mi corto entender, asesina la pasión con la que yo vivo el momento... Y yo, todo hay que decirlo, siendo poco en lo humano, sin pasión me quedo en nada.

Por eso escribo. Por pura pasión. Escribir detiene el tiempo y evapora los relojes. Escribir es permitir la magia de que Dios se diga, torrencial y sin cauces, a través de mí. Yo no pienso en lo que escribo. Escribo lo que me sale y me da la gana. Yo no soy dueño de mis palabras. Tal y como yo lo vivo, escribir no es la resultante de un esfuerzo y una organización mental, meigas fóra, sino la plasmación, apasionada y salvaje, de lo que se cuece en mi adentro. Puro placer. Nulo trabajo.

Escribir me salva del orden y me convierte en pez en el agua de mi caos mental, donde pugnan por salir, sin orden ni concierto, tantas voces y, al fin, la misma Voz. Yo soy incapaz de reflexionar acerca de lo que escribo, y menos aún de esforzarme lo más mínimo en organizarlo todo mentalmente para después colocarlo en orden lógico por escrito. Si hiciera tal cosa, si metiese la cabeza en el asunto, el dedo índice, con el que me salté a la torera la planificada colocación digital de la mecanografía, se me quedaría, infeliz él, inmediatamente flácido sobre las teclas y no podría darme el gusto de escribir, de soltar al vacío _ése orgasmo brutal_ el chorro impremeditado de mis palabras.

Escribir es mi grito de rebeldía y mi canción protesta. Mi cara y la cruz de quienes amo caóticamente.

Escribir es mi forma de escapar de la cárcel, poniendo a parir todas las cárceles de las cosas como tienen que ser.

Escribir es mi forma de decir que a este mundo le sobra orden por todas partes, un orden que no lleva a ninguna parte, y le falta una buena dosis de caos que acabe de una vez con las injustias , las desigualdades y las infamias. Escribir es ponerlo todo patas arriba para empezar de nuevo. Inocentes. Puros. Sin ideas preconcebidas. Sin conocimiento alguno, pero más sabios.

Escribir, como tantas cosas en mi vida, no me sirve productivamente para nada, pero el caótico gustazo que me da hacerlo no me lo quita ni Dios.

Dios menos que nadie.

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