sábado, 13 de noviembre de 2010

Historia de una minifalda


Descansando sobre el respaldo de una silla, rompiendo con su minúscula presencia la sinfonía monótona de lo doméstico, yace, descansando de los muchos caminos que le quedan por delante, una minifalda de cañones recortados y largo alcance.

Su dueña, que gusta de ataviar sus sueños de tiros cortos, de no dejar ponerse el sol en sus largas piernas panorámicas, de conceder a los ojos la gracia de hacer puenting sin riesgo de bofetones sobre sus pintorescos abismos, sobre su magnífica orografía prohibida, la ha dejado ahí, como al descuido, como si tal cosa, como una señal inesperada de que, en medio de la previsible nada cotidiana, puede ocurrir lo inesperado, puede florecer la magia.

Pese a que no ha sido estrenada, es un minifalda con memoria, con recuerdos claros de haber haber dado pie a más de un traspiés en medio de la calle. Una prenda que colecciona imágenes de un tiempo detenido cuando se asoma, retrocediendo hacia atrás en sus fronteras, ensanchando los límites angostos del país de las cremalleras, a través del ojo de buey de la puerta de un coche y se planta, desafiante y poderosa, en plan canalla, en el escenario de un teatro de acera donde han tenido que colgar el cartel de "No hay localidades".

La minifalda lleva dos días en la cocina para mantenerse lejos de la tumba de los armarios, resistiéndose a la paz conventual y mortecina de los cajones, pidiendo guerra a campo abierto. Esperando ser vista y admirada. Reconocida y amada en su pequeñez. Sacada cualquier día de paseo, por el simple placer de ir... aunque sea a ninguna parte.

Parece gris, pero huele a arcoiris, pues guarda la lluvia y el sol de su dueña bajo su escasa tela. Ella nunca podrá ser naturaleza muerta. Nunca.

Esa minifalda es la minifalda de los sueños.

La promesa de vida que aguarda su oportunidad, agazapada, tras cada segundo del tiempo en el que parece, sólo lo parece, que nunca ocurre nada.

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