jueves, 18 de noviembre de 2010

El club de los poetas nunca muertos

Después de varios años sin leer como hombre, los mismos que he pasado escribiendo como Dios, sucedió lo inimaginable... Ayer, y sin previo aviso, bajé de pronto desde el séptimo cielo al mundo de las palabras para convertirme, una vez más, como tantas y tantas otras veces en mi pasado enterrado en un sarcófago hecho de libros, en un resucitado y humilde lector.

Y sumé un nuevo nombre a la lista de los autores que, por reconocerme en ellos, por haberme emocionado, por haberme aliviado momentáneamente la carga infinita de sentirme solo, fuera de lugar, ajeno al tiempo de los hombres, más triste que Calimero y más famélico de vida que Carpanta, son merecedores de figurar en el altar de mi memoria como el santoral de aquéllos que supieron alegrar mis horas muertas.

A los Herman Hesse ("El lobo estepario", que alivió mi sensación de extraño en el mundo y que me volvió más majara de lo que ya estaba a los 16 años...); Milan Kundera ("La insoportable levedad del ser", que me enamoró para siempre de la lectura, a los 18...), Richard Bach ("Ilusiones", que me recordó, a los 20, que hay un mesías y un nuevo mundo esperando dentro de míl...), Franz Kafka ("La metamorfosis", que me impactó sobremanera, por esas mismas fechas, al describir magistralmente mi sensaciones contradictorias entre el halcón y la cucaracha...), Neal Donald Walsh ("Conversaciones con Dios", que encontré en un andén de estación, a los 38, y que no entendí hasta dos años después cuando ya me había convertido en escritor y había parido dos libros dando fe de que Bach decía la verdad y que mi Dios interior tenía algo que decir...) y, finalmente, en el umbral por arriba de los 40, Ana Ramírez ("Historia de A", el femenino con mayúsculas y la Diosa, que sabe escribir con el cuerpo y con alma, casi nada, y que ha traído la experiencia del Amor elegido e infinito a mi vida...), añado ahora el de Florián Recio con su "Teoría del fracaso", un libro que me ha llegado al alma porque describe magistralmente mis orígenes de pulpo en el garaje en el que nací, mis propias contradicciones, mi desdoblamiento habitual, mis laberintos interiores, mis círculos viciosos y mi amor inconfeso por la tragedia.

Me dejo fuera, porque sé que no me lo tendrán en cuenta, a Unamuno con su San Manuel Bueno Mártir y su Sentimiento trágico de la vida, a Baroja con su El Árbol de la ciencia, a Leopoldo Alas y La Regenta, Ana Ozores, porque no caben en un simple post tantos amigos, tantos y tan buenos confidentes, que me han dado alas y ganas de cielo cuando andaba arrastrando mi cuerpo como un fardo sin norte por el mundo...

Todos ellos tienen la virtud de haber hecho más y mejor compañía estando solo que acompañado. Tienen el valor de haberme hecho sentir bien, comprendido, no rechazado, no juzgado, amado pese a mis innumerables imperfecciones. Tienen la ventaja de que los siento cosa mía, hermanos al otro lado del espejo del mundo, en el que ninguno queremos mirarnos, compañeros vagabundos en los senderos que jamás nos llevan a ninguna parte. Y tienen, por encima de todo, la valentía de hacer apostolado de lo raro, elogio de lo diferente, encunbramiento de la libertad y de la tolerancia. A mí no me ocurre como a Florián, que quiso ser escritor por huida de un mundo que no sentía suyo, sino que escribo, sin quererlo, como camino y por agradecimiento a todos los que, como él, tiran del milagro de amar y llevan vista a los ciegos, consuelo a los que se sienten solos, alivio a los inaptados, esperanza a los parias y renegados del mundo, a los desertores de lo convencional.

Yo escribo para agradecer ese milagro. Para agradecer la vida secreta que ellos me han regalado. Para agradecer las risas y la lágrimas, mucho más que cualquier idea. Para agradecer, fundamentalmente, el pasarme el testigo para que sea yo también mensajero de la Luz que ellos me han dado y se la lleve a otros, a quienes no conozco personalmente pero que quiero con toda mi alma, sabiendo que me están esperando sin saberlo para nacer, por fin, después de haber nacido.

Yo escribo en nombre de todos los poetas nunca muertos, porque alargada y eterna es su sombra. Escribo en memoria de ellos, creadores de mundos, artesanos de los sueños. Escribo por Conan Doyle y su mundo tan perdido como yo. Escribo para dar gracias por la gracia de haberme llevado a Las Minas del Rey Salomón, a La isla del tesoro y a la Historia de O, que muy grande y variado es el reino de mi imaginación y de todo hay _como debe ser_ en la viña del Señor.

Escribo por Sandokan y por La Perla de Labuán...

Yo escribo porque, al leer a Florián, me sentí más yo que a menudo mí mismo, al verme totalmente metido en la piel de su Francisquito, que quiso ser escritor y se quedó en eso, justo en lo que decía, en quererlo; en la de su amigo Jesús, viendo señales del destino, el sentido oculto de todas las cosas, hasta debajo de las piedras, y en la de su Don Rafael, escritor renegado de su don, avergonzado de sí mismo, porque su don jamás le trajo un plato de lentejas a la mesa de sus hijos.

Yo no escribo porque quiero, sino porque las palabras me han querido. Saben que soy presa fácil, _un calienta palabras y una puta verbal, en definitiva_, y que és fácil acostarse cuando quieran conmigo. Yo no quiero nada ni pretendo ya nada. Sólo me dejo hacer, me dejo llevar por ellas, que son más sabias que yo, porque me da un enorme placer. Esa es mi elección y mi recompensa. Eso es todo.

Tú no eres escritor, Florián, porque lo quieras, porque vendas o no libros, porque publiques o dejes de publicar, porque te lean diez o cien mil. Tú no sabes nada del fracaso, porque eres escritor desde el mismo momento en que tocas el alma, en que emocionas a uno. Y eso ya lo has hecho... Aquí me tienes.

Tú, además, eres un escritor universal sin saberlo... sin creerlo... sin pretenderlo...

Porque Dios se siente menos solo cuando te lee.


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