viernes, 1 de abril de 2011

Jaca a la reina




Tengo en el fondo de mi memoria un tablero, construido de la nada con tejido de los sueños, un mapa de cuadrículas de luminosidad y sombras, un reino celestial y prohibido, donde yo, cuando nadie me ve,  ni siquiera yo mismo, doy rienda suelta al ajedrez de mi vida y muevo a mi reina como lo hace el demiurgo, el Dios del  otro lado  que crea la luz a partir de la penumbra, el alfarero que peca y la moldea, a su divino capricho, a su humana lascivia,  con las manos de la pasión y la lujuria.  

Ese juego que yo traigo, bajo el brazo del deseo, es el negativo de la foto de mi alma y la imagen de mi esencia en blanco y negro.  Y en él yo me hago rey de cualquier día, señor del placer y del destino, y dueño  por amor de mi reina de cada día. Hasta el momento preciso de su coronación, cada  vez más cercano, nada me place más que bajar, de tarde en tarde, al desván donde guardo el tablero del fin de las cosas serias, de los juegos de otros, de las reglas que guardan todas las apariencias. Allí la  contemplo, aún dormida, a la reina negra, a la reina mía, la ficha prometida y a la espera de ningún beso que la devuelva a la muerte de la rutina y confiada, en sueños, en que anda ya  cerca el día de despertar y concluir el reinado de las eternas tonterías.

Es mi ajedrez del fin del mundo, del principio de lo imposible. Un escenario nuevo, hecho a la medida de mi insobornable voluntad de sacar a mi reina de sus mentales e íntimas casillas, de llevarla a pasear, desataviada  y con su corona ceñida al cuello, por todas las cuadrículas de nuestra otra vida.  Un tiempo sin reloj para desempolvarla de sí misma y lucirla como la pieza más codiciada, la única decisiva, el poder oculto del rey que se manifiesta en exhuberante femenino y entra triunfante en terreno enemigo,  deslumbrando a torres y alfiles, seduciéndose a sí misma, por fin, mientras rompe las reglas del juego aparente y se come los peones como palomitas.

La reina negra, mi reina oculta,  sabe que la clave del juego no es rendir a sus pies a ningún rey enemigo, sino ser reina del suyo y  una con  el demiurgo. No ganar la batalla, sino disfrutar como una perra en celo, jamás como una reina,  de las delicias del juego. Y es tan consciente de su poder, tan poco pagada de sí misma, que lo mismo se arrodilla para besar un cetro real, la mano de un peón,  que se sube desnuda a una torre  para bailar un tango o se mimetiza con la pieza del caballo, para ir, al trote y al galope, calentando el tablero con su grupa.

Sólo en tales momentos es toda ella. Toda yo. Toda todo.  Es la reina a la que dar y la reina que se da. Es la reina que goza en completa libertad cuando, en apariencia y por exigencias del juego, parece no gozar de ninguna. Es la reina capaz de todos los movimientos y el peón verbenero de todos los demás.

Es mi reina en blanco y negro que, cuando pisa con sus tacones una casilla, el universo entero se detiene y el rey blanco, sin dudarlo, se lanza a degüello y pierde su reino en un solo movimiento...

Jaca a la reina.

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