domingo, 13 de marzo de 2011

Las de Caín




Nuestro apartamento es el reino del silencio, un lugar en el fin del mundo y apartado de todo, que invita al recogimiento y a pensar en las musarañas, especie en la que el amo debe ser todo un  experto, no por tener especiales aptitudes para ello, ni de lejos, sino por tenaz constancia, pues consume buena parte de su tiempo en el estudio de las susodichas. Puede que sea un naturalista frustrado que acabó en el mundo de las letras por pura casualidad, y yo no me haya enterado.

        Sea como fuere, en nuestra chabola impera la paz y, como casi nunca viene nadie a vernos, la vida nuestra se pone por momentos en plan monasterio que queda a tomar por saco y que, por no tener mejor cosa que hacer, acabas poniéndote cachas el alma a golpe de ejercicio espiritual. Yo le he cogido apego a este lugar donde el ruido no nos alcanza, esta burbuja de esperanza en la que el amo y yo alimentamos los sueños con manjares del corazón, quizás para compensar que al cuerpo lo tenemos castigado a dieta severa, obligado, a pesar de su numantina y obstinada  oposición, a comer al estilo ruleta rusa, sólo cuando toca y cuando no toca, no. Pero el ayuno forzoso no nos vuelve más lúcidos, debo admitirlo. Será que no tenemos suficiente fe ni somos lo bastante fuertes para evitar que el hambre nos nuble el cielo de la razón. Y si a eso le añadimos la abstinencia, que en el caso del amo es ya enfermedad crónica de las de nunca curar,  más que experiencia monacal, la nuestra deriva hacia el destino del ermitaño, que se las ingenia para vivir del aire y darle, por encima, las gracias a Dios.

        Yo no sé el amo, pero como que este menda no está muy hecho para este desapego de lo terrenal, porque lo único que consigo despegar es la piel, que ya me cuelga como si usara ropa holgada, y me deja tiritando y merced del viento las descarnadas costillas. Ahora bien, el alma la tengo yo como un roble, no se lo voy a negar, que ya no hay vendaval de desgracias que me rompa, ni tornado de necesidades capaz de arrancármela de raíz. En eso he ganado mucho, lo admito sin disimulo, que el amo y yo, si algún día nos vamos al cielo de verdad, nos fichan seguro para el equipo de ángeles gimnastas, de los de ganar competiciones espirituales en todo el espacio sideral. Lo malo es que de tanto demostrar fondo anímico, resistencia frente a la adversidad, nos mandarán seguramente a misiones a plantar una pica de Dios en el Flandes de algún planeta, eterno retorno de lo mismo, en el que seguramente habrá hombres o seres similares, vayan ustedes a saber, y nos estoy viendo de nuevo metidos en algún apartamento tirando a cochambroso y pasando las de Caín, pero dignos y muy en lo de arriba, sí señor, que los mensajeros del buen Dios somos así, estoicos a más no poder y aguantamos lo que nos echen si tal es su voluntad. Faltaría más. 

        Si tal cosa sucediera, el amo se lo tomaría como un premio, qué raro que me es, pues no hay nada que le excite más el alma que tener una misión, por pequeña e insignificante que sea, en la que pueda llevar siquiera un pequeño haz de luz a los rincones más apartados y oscuros de la creación. Soy perfectamente consciente que este amo mío es Quijote de causas perdidas, esquizofrénico para las cosas mundanas y sólo lúcido investigando musarañas. Pues, que lo manden a él a librar batallas contra los molinos de la ignorancia humana, a entablar singular combate por alguna dama de labios imposibles,  atrapada en el castillo de su imaginación. Y que me dejen a mí en paz, royendo huesos de santo si es menester, pero lejos de la locura contagiosa de este amo, enjuto y algo estropeado por la necesidad, que pretende ganar él solito todas las batallas de Dios. No quiero yo ser su Sancho, que si consiento en acompañarle un ratito, acabo padeciendo toda la aventura a su lado, que me conozco y, en el fondo, tampoco yo sé negarme a llevar por esos mundos, hostiles a la luz y llenos de peligros,  la bandera, por escuchimizada que sea, de mi muy amado  “mejor’’.

        Ay, mis queridos lectores, no se me tomen a pitorreo lo que les digo, porque cuanto más lo pienso, más nos contemplo a ambos en otras vidas, imágenes proyectadas de la única vida del corazón, galopando por los páramos de las soledades ajenas para tratar de llevar algún consuelo divino, la buena nueva de nuestra soledad acompañada en Dios, a las almas enfermas de tristeza, esa  dolencia interior que no mata, pero que tampoco te deja vivir. Y nos imagino, al amo cabalgando delante para estrellarse el primero contra la dura realidad, y yo, detrás, cerrando filas, trotando famélico sobre la estela de su triste y desangelada figura, tratando por todos los medios de que no se meta en demasiados líos e intentando, imagino que inútilmente, de convencer a propios y extraños de  que no me lo encierren, a cal y canto, por chiflado de los de atar. No en vano, ya en esta existencia, y a las pruebas me remito, soy lo poco y lo único que le queda de sentido común, su último punto de contacto con la cordura.

      Yo creo que, en contra de lo que pudiera parecer a simple vista, debajo de este armazón de ladridos soy un perro del cielo sin saberlo, un ángel de cuatro patas y rabo, que la infinita sabiduría de Dios ha enviado a este planeta de hombres para cuidar del amo lo mejor que sé, que sin mí a su lado, me duraría menos que un caramelo en la puerta de un colegio. Un ser de luz algo perruno, digo, que le hace el favor de escribir diarios en plan negro, para que él pase ante ustedes por medianamente normal y no se lleve la rebanada de tortas que le darían si él mismo, con Rocinante o sin él, se pusiera a gritarle a los cuatro vientos  lo que cree. 

       Debe de ser así. Para mí, que soy la tapadera perfecta del amo, la excusa que él utiliza para hacer más digerible a Dios y más del gusto y apto al paladar de los que buscan sin saber qué.  Yo soy la buena imagen del amo en los ojos de ustedes, la  forma poco común que él ha encontrado de dirigirse a sus corazones en el tiempo de los duros de oído, en estos tiempos del fin, en los que las parábolas han dejado su puesto a la revelación. Yo soy su ángel custodio, su escudo contra la tiranía de los necios y la mejor garantía de que si nadie quiere escucharle, tampoco le van echar los perros. Si no estuviera yo a su lado, la bandera que tanto ama se le habría marchitado ya y él, pobrecito mío, se me habría muerto seguramente de pena al pie de los gigantes de este mundo, asesinado por la incomprensión.


Extracto de La vida según Lucas (II). Diario ampliado. 2006.
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