Mis hijas pequeñas son la leche. Pura dinamita. El colmo de la desvergüenza natural. Se ve que, desde el cielo, envían generaciones de almas cada vez mejor preparadas para la vida falsamente moderna de la que tanto presumimos en este espacio ilusorio, llamado Tierra, y en este reloj de pacotilla, donde encerramos el espejismo que denominamos tiempo.
Ellas _mis hijas, digo_ traen la lección bien aprendida y no se dejan engañar, ni por asomo, por eso que los presuntamente listillos de los mayores nos empeñamos en enseñarles a golpe de esto está bien o aquello otro está mal. Anteayer, sin ir más lejos, en el momento de su baño diario, en el preámbulo burbujeante antes de irse a acostar, me dejé caer como cada tarde-noche por las inmediaciones de la bañera, donde se zambullen, como si fuese piscina olímpica, de tres en tres, pero antes de enjabonarlas a la gallega mientras en el Youtube sonaba, con gran alborozo para ellas, a toda pastilla A rianxeira, como tantas otras veces, saltó la alarma en mi vejiga y me dispuse a hacer pis allí mismo, delante de sus infantiles narices, todo muy natural y sin aprendidas vergüenzas, tal y como suele ser norma en nuestra casa.
Al percatarse de mi maniobra de desagüe, las de 3 y 4 años dejaron inmediatamente sus juegos y, con ojos expectantes, se acomodaron en la bañera para ver, en primera fila de platea, a ese extraño animal cilindriforme, calvo como Yul Brynner, al que una de ellas ha bautizado sin consultarme con el singular apodo de “el hormigo” y que su madre _la de mis hijas, digo_ les ha enseñado a reconocer como distintivo sexual de los chicos, por más señas llamado pito, frente al parrús o el chirri, que es el hormiguero que se encuentra al final de los muslos de las chicas.
Pues bien… Estaba yo orinando tan ricamente, sentado sobre el water y absorto en el placer de vaciar mi cisterna, porque soy de esos papás raros que no acostumbra a mear de pie como los hombres, poniéndolo todo salpicado de orina a cinco kilómetros a la redonda, menudo asco, sino agachado y sin fallar nunca el blanco como las mujeres, cuando ellas _dos de mis hijas, digo_ viendo que el hormigo estaba más bien a lo suyo y no se dejaba ver ni a la de tres, reaccionaron naturalmente y, al unísono, gritaron a los cuatro vientos del cuarto de baño lo siguiente:
_¡¡¡DÉJANOS VER EL PITO, PAPÁ!!!
Os juro por la vida secreta de mi hormigo que jamás viví tanta expectación, alegría y alboroto en la antesala de ver aparecer en escena al calvo que me cuelga en la entrepierna. Por un momento, y por gentileza de ambas, me sentí como Nacho Vidal presumiendo de herramienta antes de rodar un anal.
Lejos de enseñarles el prejuicio de que lo que pedían estaba mal, para complacerlas no tuve siquiera que cambiar el guión de mi ritual asociado a la micción, ya que soy de esos papás que, sin histerias, se limpia y se relimpia la calva del hormigo con papel higiénico, también como las chicas.
Cogí un trozo de papel y antes de levantarme se lo puse como gorro al hormigo. Y ya de pie, con ellas montando bulliciosa fiesta y dando alaridos como posesas, gritando que les enseñara ya el pito, como si estuviesen en su despedida de solteras y fuese yo un streeper, mandé el pudor a la mierda y dejé a mi hormigo como Dios lo trajo al mundo con indescriptible regocijo de mis hijas que, agradecidas, me regalaron sus ojos inocentes e incontaminados.
Sus ojos ajenos a lo que está bien y mal. La mirada más bella de mi hormigo.
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2 comentarios:
Así debería actuar todo el mundo, seguro que muchos problemas (y no solo sexuales) se resolvían solos.
Mucha suerte para con tus hijas.
Gracias por tus palabras, Severo... Pero el mérito es todo de los ojos de mis hijas y su forma incontaminada (no mal-educada) de mirar. El secreto de la educación es no estropear, con perjuicios propios, lo que ya viene perfecto de serie. :))
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