martes, 29 de marzo de 2011

El conejo de Jessica





Pertenezco a una generación perdida, entre aquí y ninguna parte, educada en la contradicción y en la más completa  de las hipocresías. A los hombres de mi tiempo nos ha tocado vivir la paradoja de que cualquier modelo masculino anterior ya no servía _por troglodita, machista, rancio y recalcitrante_ y que el nuevo hombre _feminizado, depilado y tope guay_ era un espejismo que estaba aún por venir. Nacimos, pues,  en un lugar sin referentes. Crecimos en tierra de nadie. 

Muchas de nuestras madres se habían ya incorporado al mundo laboral, más allá de la frontera de la cocina, y por eso se nos enseñó que la igualdad entre sexos estaba dejando de ser utopía y que a las mujeres había que tratarlas con el mayor de los respetos. Menos como hembras. Más como hermanas. Así, las chicas dejaron de tener coño y empezaron a tener vagina _ahí dejamos de joder y la jodimos_, y  dejaron de ser también el blanco preferido de nuestros primarios deseos para  empezar a ser colegas _¿qué pasa, tía?..._, tan iguales, tan iguales que había que tratarlas olvidando su sexo. Había que tratarlas con respecto como a los tíos. Había que tratarlas como hombres.

A las mujeres, los hombres de mi generación dejamos de piropearlas, por imperativo social, sencillamente porque eso era una costumbre cochina y machista, capaz de hacer remover en su tumba a Simone de Beauvoir, y, para ir con los tiempos,   tuvimos que dejar de mirarlas, de arriba a abajo y embobados, cuando venían de frente para no parecer unos cerdos que se las querían cepillar. Eso sí, en cuanto pasaban por nuestro lado, volvíamos la vista para radiografiarlas por la popa, hecho que a mí me dejó el trauma profundo de gustarme un buen culo más que ninguna otra cosa en el universo. Ríase usted de las tetas y sus carretas.

Aprendimos a mirarlas sin que nos vieran. A no decirles nada de la estupenda impresión que nos causaba su apariencia y su físico, su hecho diferencial biológico, su feminidad, porque la cultura las había convertido en cabezas pensantes, con un par de cojones en los pantalones  para tomar decisiones y con unas ideas propias que te cagas en las bragas, única cosa que estaba bien visto valorar de ellas.

Recuerdo que cuando las sacábamos a bailar, porque nuestra generación fue la última que pilló la bicoca de los lentos, es un decir, había que andarse con un cuidado del carajo, alejando la zanahoria lo más posible de su conejo y, en lugar de relajarnos y disfrutar, largar cualquier rollo que mantuviese en ellas la ilusión de que las invitábamos a bailar no porque estaban muy buenas, qué va, sino porque teníamos poderes extrasensoriales y éramos capaces de ver, sin cruzar palabra y desde la distancia, lo bien amueblada que tenían la azotea...  Aquellos bailes eran una puñetera tortura, porque tenías que estar con los ojos  alejados del escote, las manos a mil kilómetros del culo, y con la mente  en las chorradas que decías _perdón, en cosas sensibles, tipical femeninas_, ya que era el único modo de garantizar que el tamaño de tu zanahoria quedase reducido a su mínima expresión.

A los de mi generación nos tocó bailar con la más fea y vivir el síndrome Julio Iglesias,  ese hombre indefinido que ni es de aquí ni es de allá. Nos tocó vivir la pesadilla de no saber jamás qué hacer con las mujeres, porque si ibas a saco y de frente, eras un cerdo y un cabrón, y si te quedabas paralizado por el miedo al rechazo en la fase caballero perfecto, largando carrete como un gilipollas, sin nabo conocido y cargado con una tonelada de respeto, te convertías en el típico maricón.

Y cuando algún milagro hacía que consiguieses salir con alguna (entonces se decía así...), cosa que no se explica dada tanta igualdad, tenías que seguir ocultando la zanahoria, negando el conejo tres veces antes de que cantara el gallo, tras una lista tendente a infinito de citas, consistentes en  tomarse copitas  para alegrar de algún modo los bailes castos, unos cuantos cines con derecho a morreo _sin tienda de campaña, por favor_, incontables paseos hablando del existencialismo y de Joyce,  y no sé cuántos cafés mirando a la de turno a los ojos _¡cucurrucucú, palooomaaaa!..._, en lugar de arrancarle a mordiscos el sujetador.

Lo de mi generación _os lo juro_ fue una cosa de locos, porque oías por todas partes aquello de la liberación de la mujer y, lo mejor de todo, no sé qué gilipolleces de su  presunta liberación sexual, para luego encontrarte con la cruda realidad de que, salvo honrosísimas excepciones, no había conejo que quisiese llevarse a la boca ninguna zanahoria. Y no creo que yo sea la excepción a ninguna norma, porque siendo los hombres como somos, prestos y raudos a alardear, no recuerdo yo a ninguno, amigo o conocido, que presumiese de una colección mínimamente presentable de mamadas. 

Todo eso que os cuento ha convertido a muchos tipos desquiciados de mi generación en unos pajilleros consumados, en mirones inconfesos, en cerdos cuando nadie nos ve, en pornómanos de salón, en  machos femeninos y sensibles que no os ven ya como mujeres, porque os miran como un igual, renegados de la mona Chita y adictos a la fotodepilación, con más potingues en el baño que Sara Montiel, y que os tratan como hombres, no sea que alguna pueda pensar que somos unos putos machistas.  Y aquí no tenéis, hechos unos monos de traje y corbata, que, para compensar la permanente frustración, se van a escondidas de putas, en busca del francés perdido, de la boca de las Jessica Rabbit de la vida, las únicas que, de modo natural, tratamos como mujeres.

Claro que eso, en los tiempos que corren, no es de hombres el decirlo. Que me perdonen las señoras de  Beauvoir.

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