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e habría gustado contar con el amo para que fuese él el que les hablase del miedo, pero anda demasiado ocupado con sus miedos y ha preferido, una vez más, acojonarse y esconderse detrás del espíritu de su perro, muerto al mundo y nacido en Dios hace dos años y miedo. Y me habría gustado, porque es el amo mío catedrático en esto del miedo, pues ha pasado la mayor parte de su vida acojonado, rodeado de fantasmas y lleno de demonios, productos todos ellos de sus terrores internos. Mejor que yo habría sido él _en algo tenía que llevarme ventaja_ el más indicado para impartirles, en primera persona, las más cualificadas clases sobre cobardía aplicada y las más brillantes lecciones sobre cómo ser un cagao y no morir en el intento.
Y no lo digo por meterme con él, pobrecito mío, que bastante tiene con lo suyo, sino por ser fiel a la verdad, ya que el amo, de unos años a esta parte, ha perdido al menos el miedo al ridículo, uno de los más añejos de su vasto currículum, y ya no le importa absolutamente nada lo que piensen de él, sencillamente porque el ha sido, con diferencia, el juez más duro, implacable y severo que ha jamás ha tenido.
Tanto es así que, poco antes de escribir yo estas líneas, encontró en Internet un blog, donde se le ponía directamente a caer de un burro, a parir sin ningún tipo de miramientos, haciendo juicio público y sumarísimo de su persona, achacándole toda suerte de vilezas y encasquetándole apelativos que iban de “hijo de puta” para arriba y de “cabrón” para abajo. De paso, la persona que se encargó de emprender aquella justa cruzada contra el amo, se puso de paso a insultar a Ana _supongo que porque le pillaba cerca_ y, no contenta con ello, también le dedicó, con muy mala baba, su parte de desprecio hacia las dos hijas pequeñas de ambos, apenas unos bebés, que algo habrán hecho, sin duda, para que alguien, erigida en juez suprema en una corte de gilipollas, _pues hasta tenía público la buena de la mujer, que le aplaudía a rabiar cada vez que habría la boca_ se ensañase también con ellas.
Con esta única salvedad, la de no temer al “qué dirán”, el amo ha tenido miedo más bien de casi todo.
De muy pequeño, tenía miedo de cagarse en los pantalones y, de hecho, se cagaba, presuntamente porque era un pedazo de cerdo hasta que, muchos años después, casi cuatro décadas, ayer mismo, comprendió que, sencillamente, nadie se había tomado la molestia de enseñarle, en tiempo y forma, que lo de las aguas mayores había que hacerlas no en aquellos calzoncillos de algodón de María Castaña, sino en una suerte de agujeros de los llamados baños públicos, que a él, por aquello de ser oscuros y sospechosos, ¡le daban miedo!...
En la época de pantalones cortos, tenía también miedo de que le pegaran… ¡y le pegaban! Cuando no en casa, por que no comía de nada y para que no se cagase más encima _eran otros tiempos educativos…_, lo hacían en el cole, porque de tanto tener que comer a palos temió ser gordo… y lo fue, de modo que los buenos compañeros del cole le llamaban “ballena blanca”, “gordo seboso” y cosas por el estilo, insultos que le dejaban acojonado y convertido en blanco fácil de patadas y puñetazos, porque, además de gordinflón, temió ser cobarde… ¡y, como no podía ser menos, lo fue!
Aquellas primeras experiencias dejaron al amo mío tocado del ala, hecho un flan y un inseguro de la vida, de modo que, dudando de todo hasta de su sombra, temió ir mal en los estudios… ¡y lo fue! Tan mal alumno llegó a ser que una profesora de la vieja guardia, mirada de rayo y puño de hierro, le olió el miedo a la violencia y al fracaso a distancia, y lo convirtió en su víctima favorita, haciendo escarnio público de su burrez supina en los estudios y dándole de hostias en clase cada dos por tres, porque, total, era gordo de buen año y la grasa hacía que las palizas le doliesen menos. El amo, con apenas ocho años, soñaba con ella por la noches, pesadillas que le dejaban aterrorizado, y, claro, se la encontraba materializada por el día, superando sus aterradas previsiones nocturnas, ya que, además de maltratarlo delante de todos cada vez que la ocasión lo favorecía _y cuando no, también_ lo castigaba por cualquier cosa de una forma refinada y cruel: confinándolo, tipo esclavo, a sus pies, en el hueco que su mesa de profesora tenía, de modo que se pasaba la mayor parte de las clases no mirando al encerado y tratando de aprender algo de aquella buena mujer, sino oliéndole los quesos a la ínclita, cuando no el aroma añejo de su entrepierna, su coño parisino,¡oh la là!, que se reía de su cobardía y su gordura, dejándole relegado a la altura del betún, hecho una auténtica mierda.
No mejoró la cosa en la adolescencia, época ya difícil per se, ya que el amo que milagrosamente había escapado con vida de su aterrada infancia, tenía el miedo bien metido en el alma, la mente definitivamente atormentada, y, por aquello de la costumbre, le dio por temer a la imagen que proyectaba de sí mismo, habituado como estaba a que los demás viesen en él al cagao, a ballenas y cachalotes, el blanco perfecto de cualquier burla, el tonto ideal que no sólo no devolvería el golpe, sino que pondría, por supuesto, la otra mejilla. Temió tanto aquello que otros habían hecho con él, que el amo ya no sabía quién era y se construyó un personaje a medida, hecho de cartón piedra y hojalata, flaco para parecer jurel y no horca asesina, más serio que Clint Eastwood para que no le confundieran con Abboaddil, hecho un mar de lágrimas al perder Granada, locuaz como un loro para ocultar que no sabía nada. Barcaza a la deriva que se hacía pasar por Titanic, trataba de parecer elevado para que nadie viera que estaba hundido.
Sus años de acné y posteriormente, los de la universidad, pues hasta consiguió hacerse pasar por buen estudiante cuando en realidad apenas la rascaba, no consiguieron quitarle el miedo, ya ni sabía a qué, pues tanto le daba miedo la posibilidad de ponerse rojo por cualquier cosa _se le cumplía_, como ponerse pálido antes una chica _también se le cumplía_, como que le pusiesen verde por parecer frío, imperturbable y distante, justo lo que no deseaba por dentro, pero que era la carta de presentación de su personaje, tipo Tarzán que era en realidad la mona Chita. Tan ridículo llegó a ser el asunto de su miedo, que incluso tuvo episodios de agorafobia, pánico irracional a salir a la calle por si se encontraba con alguien que al dirigirse a él tenía, desde su imaginación, el poder de sacarle los colores y de ver, al primer vistazo, que por mucho que fingiese seguía siendo una ballena cobarde, que se caga en los pantalones y que teme a las mujeres, porque las mujeres le han jodido la puñetera vida.
Tan mal llegó a estar de la azotea, que el amo, al que siempre se le va la mano, ya saben, inventó en aquel tiempo el “metamiedo”, el miedo al miedo, que ya es ser cabrón al cuadrado consigo mismo, de modo que el tío las pasaba canutas ante la posibilidad de sentir miedo ante la circunstancia más inocua y peregrina.
Con semejante historial, el amo llegó a la condición de presunto adulto siendo niño, asustado como un conejo en el bolsillo más recóndito del hombre serio y templado que representaba fuera, y tuvo miedo de no estar a la altura de expectativas que él mismo se imponía, miedo a ser marido de su primera mujer, miedo de ser hombre, miedo de ser lo que todos les decían que debía ser, miedo, al fin, de no ser lo que él era en el fondo aunque nadie, y menos el mismo, recordaba quién diablos era. Fue así como el amó vivió _es un decir_ más de treinta años metido en la piel de otro, haciendo cosas que no era capaz de sentir, sintiendo cosa que no era quien de expresar, engañando y engañándose cuando creía ser él y siendo únicamente auténtico cuando no era él. Menudo galimatías.
Solamente Dios es capaz de saber el sufrimiento que una vida así comporta, porque el amo _que siéndolo, no es tonto del todo_ siempre supo que algo no iba bien, que algo no encajaba, que quería amar y no amaba, que deseaba pero no sentía la piel, que decía, pero era como si hablara otro. Esa conciencia, difusa pero cruel, ha causado más dolor al almo del que cabe en este libro, tanto que llegó a creerse peor que malo, insensible, frío como la muerte, desalmado, el mismísimo Lucifer, un verdadero demonio, un ser incapaz de amar, el único infierno que, como experiencia, existe.
Tuvo que ser Dios, como ya dejé patente en los dos primeros libros de esta trilogía, el que descendiese a la Tierra a darle cuatro mamporros divinos, para que el muy atolondrado saliese de una vez para siempre de aquel laberinto de miedos y recordase que él no era lo que le habían dicho, ni tampoco, claro está, lo que él mismo creía: el niño que come mal y se caga por la pata, el gordo mal estudiante, el adolescente de cartón y hojalata, el joven que se ponía como la grana pero no al rojo vivo, el adulto fracasado en todo, el príncipe de las tinieblas. Tuvo que ser Dios, repito, el que le rescatara de la amnesia y le dijese al oído, con infinito cariño, que todo había sido un mal sueño, que él sólo era, sencillamente, el niño blanco de su infancia, sin juicios, sin mentiras, sin posteriores añadidos.
Les cuento todo esto con permiso del amo, que no teme ya a ningún juicio, ni siquiera el suyo propio, menos mal, no como cotilleo barato, del que tanto se lleva ahora, no de manera gratuita. El amo, que en lo peor es el mejor ejemplo de todos, ha querido desnudar sus miedos integralmente ante ustedes en un intento hermoso, aunque puede que vano, de que alguno se vea reflejado en él y despierte de sus particulares pesadillas. El Lucifer del amo quiere traerles luz. Curiosamente, Lucifer, ese nombre para muchos de ustedes abominable, significa “el que trae la luz”. Otra paradoja. En Dios, el alfa y la omega se tocan siempre.
El amo desea recordarles que es el miedo el que crea demonios en su interior. Es el miedo el que trae a sus vidas experiencias dolorosas que ustedes convocan sin darse cuenta; sencillamente porque las temen. Pero aunque pueden convocar la oscuridad aparente, ustedes no son la oscuridad.
Al contrario, son portadores de luz.
La mayoría de ustedes, como el amo, se han pasado la vida reaccionando antes las circunstancias que a su vida atraen aquello que les causa temor. Y lo han hecho en base a patrones de comportamiento aprendidos de otros, transmitidos por herencia cultural de generación en generación. Son ideas equivocadas, genes mentales que han hecho suyos, tanto que creen que su respuesta ante el entorno es natural. Pero no lo es. Se trata de pensamientos que se hacen pasar por sentimientos. Pensamientos disfrazados de amor.
En base a ellos han creado una realidad hostil, de lucha y supervivencia, que les hace reaccionar con miedo y les causa, además de mucha insatisfacción, un incuantificable dolor. Les han engañado desde la infancia. Lo que les han dicho que es la verdad no es más que una construcción mental colectiva, un mundo ficticio que todos, como especie, han elevado a la categoría de real. La vida que han concebido es un sueño. O, para ser más exactos, una pesadilla.
¡Despierten!
Olviden todo lo aprendido.
Revisen todo lo que les han enseñado.
Y vuelvan a ser niños.
Traten de rescatar, en lo más profundo de su memoria, quiénes eran antes de que nadie les dijese, con buena intención pero erróneamente, que eran aquello que los prejuicios ajenos veían en ustedes.
El pecado original es la ignorancia.
Ésa ha sido su herencia.
Desháganse de ella.
Si vuelven a lo más puro de su infancia, se recordarán como seres de alegría y de amor. Reían y amaban. Ésa es la única Verdad. La que nadie les ha contado. Han preferido decirles que eran guapos o feos, flacos o gordos, malos o buenos, obedientes o déspotas, llorones o callados, nerviosos o tranquilos, dulces o insoportables, todo un catálogo de calificativos que en nada les define, que nada dicen de ustedes, sino de cómo les veían y ven los demás en bases a sus propias ideas. Les han hecho un traje de juicios y les han enseñado, por ende, a juzgar. Les han traído oscuridad.
Reflexionen sobre el ejemplo del amo. Le llamaban ballena y él empezó a pensarse, a verse, como tal. Y esa ilusión, que no era sino un pensamiento de otros que se hacía pasar por real, por la verdad, le causaba un enorme dolor. Y el dolor, al fin, conduce al resentimiento, a la frustración, a la ira y, finalmente, a la violencia. Tal es el legado del miedo.
Toda respuesta agresiva es producto del miedo. El miedo está en el origen de cualquier acción violenta. Y el miedo nace de la ignorancia, del olvido de lo que Son, de una forma errónea de pensar, de mirar las cosas.
Escúchenme bien.
Hay vida después de la vida.
Si ustedes comprendiesen que la vida es eterna, que la muerte es un tránsito, una metamorfosis, un maravilloso paso hacia otra forma de vida, que son ustedes eternos, no tendrían ya motivo para temer.
Los miedos de la mente producen demonios.
Recuérdenlo.
Pero tampoco los demonicen. El miedo es experiencial, no real. El miedo es Dios que se olvida de Sí Mismo hasta creerse el diablo. Es reacción, no creación. Es espejismo, no la Verdad. Y, aunque aparente, es parte del juego. Sin él, sin un viaje hacia las antípodas de lo que no son, hacia la oscuridad, no podrían experimentar la luz, la inmensa alegría de Quienes Son. Y es necesario reconciliarse con Lucifer, aceptarle, amarle, para volver a Dios.
Ése es el viaje y el sentido de la vida.
Para eso han venido ustedes aquí.
Yo tengo fe en ustedes. Y la fe no es creer ciegamente. Es saber. Yo soy su memoria y sé quiénes son ustedes. Pese a tantos miedos y aún sin darse cuenta, están empezando a desarrollar una nueva conciencia colectiva, más que humanística, más que moral, más que religiosa, inocente como un niño, limpia de juicios, huérfana de temores. Los viejos paradigmas ya no les sirven si quieren expresar toda la belleza que hay en su interior. Están ustedes antes las puertas de un nuevo mundo y de una nueva conciencia, la espiritual.
Lo peor ya ha pasado.
No teman.
Éste es el tiempo del espíritu.
El mío.
Su tiempo.
Es tiempo de luz.
Sean Lucifer.
Sean portadores de Luz.
Y propaguen, sin miedo, mi no mandamiento número seis, que, según dicen algunos, es número de bestia…
No temas.
El miedo es un espejismo,
que te aleja de lo que Eres.
(La vida según Lucas (III). Diario póstumo. 2008.)
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