Hoy es uno de esos días en que me levanto, como un zombi, dejándome entres las sábanas los últimos restos de un ego, mitad mudo, mitad charlatán de feria, que me ha estado jodiendo la vida loda la vida.
Una mañana, igual que tantas pero diferente a todas, desde la cual contemplo al tipo raro que soy, esqueleto de palabras y vísceras de viento, con la certeza de que algún día llegará de nuevo el silencio, del que fui reo duranto tantos años, en los que no supe qué decir a nadie, mucho menos a mí mismo, ni mú, y se llevará de un plumazo las voces que hoy todavía resuenan como grillos en mi cabeza, las fábulas que anidan en mi alma, para dejarme por fin sin voz a los pies de mis sueños rotos.
Esta mañana gris cobré certeza _más que nunca_ de que no soy, mal que me pese, plato del general gusto, palabra bienvenida en las orejas del mundo. Esta mañana me sentí Milán del Bosh, al que ni está ni se le espera, no por ser yo un ser especialmente indeseable, sino por ser, dicho en plata, sencillamente una presencia de dudosa presencia y de discurso habitualmente in-di-ge-ri-ble para los demás.
Y todo porque después de haber pasado largos años encerrado en la torre de marfil de mi pasada mudez, me dio un buen día un ataque de verborrea galopante, complicado con paranoyas mesiánicas que no me han llevado al manicomio de milagro, hasta completar un cuadro médico de espanto, de imposible tratamiento y resumible en el diagnóstico, tantas veces repetido, de encantador de serpientes en fase terminal.
No sé muy bien qué coño he estado haciendo los últimos años, pero he ido perdiendo el norte poco a poco, la estela de mi luz, porque es cada vez es más patente que lo que tengo interés en compartir sirve normalmente para abundar en mi legendaria fama de pirado, verdad de fondo que esconde a duras penas el apelativo que cariñosamente he recibido de "iluminado" o de "teórico", y para hacerme el traje a medida de mi singular chaladura, confeccionada con el hilo de mis temas recurrentes, mis fantasmas favoritos, las privadas obsesiones con las que suelo marear al desprevenido personal.
Después de mudo, me gustó tanto hablar que acabé por convertirlo en oficio, en sacrificio para los pocos que habitualmente me rodean, y, desde entonces, no me callo ni debajo del agua. Tanto gusto le cogí al hablar que voy por ahí echándole el rollo a todo cuanto pillo por delante, rebuznando lo que nadie quiere oír y cargadas las alforjas hasta los topes de epítetos que son la cortina de humo con la que trato de vender, a diestro y siniestro, y totalmente en vano, la palabra Dios.
Claro que yo me complico solito la vida, porque no teniendo bastante con ser un plasta ambulante, un predicador sin púlpito, un incontinente verbal, me da por sentirme el puto abanderado de las paradojas y mezclo, en mi discurso sin final, las antípodas irreconciliables, el tocino con la velocidad, el culo con las témporas y lo más sagrado _que ya es ser osado, por no decir directamente imbécil_ con la más sórdida oscuridad.
De ahí que mis hijos, que en la casa de mi corazón son mayoría absoluta, no sean ya capaces de verme como simple papá, de esos normales que dicen cosas entendibles y digeribles, y les ha dado últimamente por llamarme como un disco de Miguel Bosé, mismamente Pa-pi-to. Así, con todas las sílabas.
De ahí que mi mujer del predicador, esa santa, se estrelle, indiferente y distante, contra "mis temas" donde quise poner _un fracaso repetido_ lugares comunes.
Y de ahí que en mi último trabajo, fuese menos conocido por mi verdadero nombre que por el de "apóstol", es decir, uno de esos tipos chalados, estilo de los que en las películas del Tío Sam vemos subidos sobre una caja y vomitando el miting apocalíptico, sin chicha ni limoná, en la indiferente Nueva York.
A este paso voy a tener que comprarme un oboe e irme, como Gabriel, con la música a otra parte, donde no se me conozcan las ínfulas de predicador. A una misión imposible. A hacer el indio a la selva y a encantar a los incrédulos indígenas con un palo en la boca para no resultar in-di-ge-ri-ble.
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