viernes, 31 de diciembre de 2010

Piel de nube



Día el que Dios quiera.

Hoy hemos recibido un email de Ana _muy emocionalmente impactada tras ver su corazón reflejado en el espejo de la primera parte de mi diario, que ya ha tenido oportunidad de leer_, gracias al cual ha comprendido todo el sufrimiento en que ha vivido el amo esta existencia. Y no por falta de dinero, precisamente. Su miseria es de otra naturaleza, pues este amo arisco que Dios me ha dado se me ha quedado sin piel, que se la han arrancado a mordiscos milenios de soledades y fracasos. Y yo, consecuente, he renunciado, qué remedio, a encontrarle otra piel, pues no hay ninguna compatible con la corona de espinas con la que adorna ese cuerpo dormido, el suyo, con tan poca vida. 

El amo se me ha casado con la ausencia, con las caricias vacías del aire enrarecido con el que marca las distancias y se oculta, para no morirse de frío, en el centro invisible de sí mismo. Y ya no busca consolar su silencio con voces de este mundo, ruido donde el quiso escuchar música, reanimar su piel marchita con la mano, previsible y suicida, de la rutina. Etéreo como es, ha preferido el tacto de los sueños rotos, donde su imaginación inventa roces imposibles, caricias de otro lugar y de otro tiempo, escarceos transparentes donde él es capaz de abandonarse, al fin, al beso incorpóreo de su vida. Mi amo ha desertado de sí mismo, ha levado anclas hacia el entierro de todo lo que quiso ser siempre y, por miedo a escuchar la voz de su propia piel, no supo, o simplemente no quiso, perderse en la entrega incondicional, rendirse al escalofrío que vive en los dedos de la alegría. 

Y por eso su piel se ha mudado al desván donde duermen los placeres que nunca tuvo, las  pasiones prohibidas de este amo en retirada, junto a los trastos inútiles e inservibles de sus existencias pasadas.  El amo se me ha hecho cangrejo, piel acristalada de sí mismo, y camina hacia atrás y no hacia el frente, en busca de su origen perdido, cuando él no conocía otra piel que la de Dios ni otros labios que los de su boca femenina. Y no parece que nadie de este mundo pueda estar en condiciones ventajosas, ni tan siquiera una princesa utópica huida de algún cuento, de cambiar el rumbo encogido de sus pasos hacia la nada carnal en la que pretende diluirse.

Nadie puede seguirle los pasos esqueléticos a este amo en fuga, pues se me ha retirado a descansar de sus fobias consumadas, de sus filias no nacidas, a la habitación de las soledades compartidas, en las que Dios y él, para matar el tiempo y recuperar la memoria de lo eterno, juegan a las cartas de los recuerdos de aquellos días que no eran días, antesala de todas las caricias, donde ambos soñaron con ser piel por sana curiosidad innata y para, además de estarlo, sentirse vivos.

El amo, como les digo, tiene amnesia de su piel, los abrazos que su necedad le niega, colgados del perchero del olvido. Y es en ese estado de desmemoriado, mausoleo de lo intacto,  en que va penando por la Tierra, arrastrando como un fardo penitente la sombra de sí mismo.  Por fortuna me tiene a mí y a sus hijos, su segunda piel que oculta sin demasiado éxito el vacío que le ha dejado la primera, a la que envuelve con el abrigo de los besos que nunca dio, con las caricias de las hojas tardías que, ahora que es árbol viejo y abatido, le han brotado a deshora y sin querer en las ramas de sus manos carcomidas. Y Dios, que es tan bueno, viéndole tan despellejadito y mustio, le ha regalado para ir tirando unos guantes de terciopelo, unos labios de gelatina para que, ya que él se ha resignado a ser sólo de aire, al menos los peques y yo disfrutemos de esa sensación para el mundo esquiva con la que él, en ocasiones regaladas, regresa desde su desván perdido para recordarnos que un día también tuvo una piel de fuego, donde hoy ya solamente queda humo. 

Y aunque ustedes, sufridos lectores míos, puedan creer que el de hoy es en mí un ejercicio frívolo de desvarío, palabras encadenadas y sin sentido, no se dejen engañar  por la piel de mis torpes letras cabalgando a los lomos del desatino, y concédanme la merced de este desahogo, en el que yo, por si sirve de algo, me he puesto en la no piel del amo y he bajado al limbo de sus peores infiernos en un intento, noble aunque puede que vano, de exorcizar los demonios que cruelmente se la han arrancado a tiras para dejármelo encadenado a una correa, soldado a las manos diminutas de sus hijos, los únicos y últimos tactos que le anclan a la vida. 

A mí me gustaría que el amo, ahora que toma café con Dios todos los días, aproveche sus relaciones restauradas, ya puestos, para pedirle la gracia de recuperar, para lo poco que le resta de camino, la memoria de su piel extraviada y que no vuelva a pasar lo que ha ocurrido hoy, en que Ana, ése ser bello que nos quiere editorializar los sueños, le ha enviado una carta apenada de haberlo encontrado tan desnudo. En ella, sabiamente, resumió con unas pocas palabras la verdadera pobreza de mi amo, ésa que no se desvanece con dinero y la que yo mismo, hasta hoy y por vergüenza ajena, les había ocultado:

     “Es una pena que los abrazos no puedan todavía enviarse por estos canales convencionales _le escribió entristecida_ y que haga falta el pecho contra pecho para hacer puente entre un corazón y otro. El hambre del estómago es insoportable pero el de piel es como para morirse y, aunque tú digas entregarte muy poco, creo que una sobredosis de abrazos te vendría de perlas’’.  

      El amo, al que le pone hacerse el duro, puso cara acartonada y sonrío al leerlo como sonríen los cínicos, riéndose de todos para no llorar por ellos mismos. Pero ahora que yo, aplastado por el secreto de su no presencia, he puesto, por amor a él, patas arriba el cajón donde guarda sus íntimos fantasmas, todos sabemos, gracias a Ana, que sus sonrisas son de gelatina, de terciopelo divino sus tactos, y ya no puede engañarnos más, ni engañarse tampoco a sí mismo, pues le hemos decodificado la fingida desnudez y nos hemos dado perfecta cuenta de que el amo ha muerto en la carne no tanto por devoción a Dios, que a nadie pide tan inhumano sacrificio, al contrario, sino por odio enconado y atávico de sí mismo. 

Al amo mío, tan pasional y extremo debajo de su atuendo de robot,  se la ha ido de las manos su vocación sincera de ser el último y, creador lúcido de su propia oscuridad, ha decidido rodearse de una corona de espinas y cargar con la cruz de no ser siquiera persona, pues sus labios de nube no conocen más lluvia que la que nunca resbala, esa caricia eternamente ausente, por la piel inexistente de sus sentidos. 

Fragmento de "La vida según Lucas (II)". 
                 Agosto de 2005.
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