Ahora que me he quedado más parado que una estatua, petrificado a más no poder, hecho un Lot de la vida, acuden a mí imágenes sueltas de mi infancia, retratos gastados de un tiempo en blanco y negro donde me veo, niño gallego en tierra extraña, la Francia de mi emigración por cojones, dibujando, con mi dedo índice en el aire, ondas y letras que, después, cuando cerraba los ojos a la realidad de un país que nos miraba a los españolitos hambrientos como parias, justo como muchos españolitos hacen hoy con los inmigrantes, podía ver impresos en la oscuridad de mi retina en su forma de luz.
Ése era uno de mis grandes pasatiempos de entonces, niño morriña y silencioso por fuera, pintor lumínico invisible para el mundo por dentro, el camino que mi alma eligió para huir de las sombras circundantes _el mundo tenebroso y "real" de los mayores_ y para no sucumbir a la guadaña de una forma de muerte que llaman eufemísticamente tristeza.
Entonces yo no lo sabía, pero ahora, a la luz de mis casi 44 años, caigo en la cuenta de que yo era un niño cuántico sin saberlo, un creador de Luz en miniatura, que se estrellaba una y otra vez contra las hostias que de cuando en vez llovían desde el cielo presuntamente protector, contra un mundo endurecido por el yugo de la subistencia en la que andaban afanados mis pobres padres, _dos niños, como yo, pero ellos de postguerra_ y contra la triste imagen que me devolvían los espejos del mundo, para quien yo no era más que un niño tímido, introvertido, temeroso y que siempre, siempre estaba en la luna, es decir, con la cabeza puesta donde había dejado el corazón: en un lugar llamado Galicia.
Con esos mimbres no es de extrañar que el hombre extraño en que me he convertido sea, a la postre, el resultado incierto de un niño que tuvo que crear mundos paralelos, palabras de luz, para no morir en el intento de llegar a este momento. Como un exorcismo contra las sombras. Os juro que las partículas luminosas estaban allí, en la yema de mis dedos, no porque sí, por azar o al tun-tun, sino cuánticamente visibles para el observador de mi propio experimento, o sea, yo mismo con poco más de cuatro años.
En mi niñez convoqué palabras de luz para conjurar el mundo, palabras que fueron mi salvación y mi cárcel, porque en ellas quedó encerrado el niño cuántico que fui, al creer que la realidad atesorada en ellas era más bella _dónde iba a parar_ que la que comúnmente se ve. Desde entonces, no he logrado salir, más que por obra y gracia de las manos de mi generosa mujer, que ha tenido que cogerme literalmente de los pelos no pocas veces _de ahí que me queden más bien pocos_ para que comprenda, en carne propia y no en cuerpo lumínico, que en sus labios hay más Luz, infinitamente más, que en mis carcelarias palabras.
Como veis, fui niño que soñó con ser palabra, lanzanda al viento desde mi propia mazmorra oscura de letras luminosas, reflejo de aquel tiempo en blanco y negro del que jamás conseguí escapar para ser lo que se dice un hombre de provecho, de esos con los pies en el suelo y la cabeza en las cosas importantes de este mundo. Mi discurso, por tales motivos, suena a menudo infantil, subproducto de mi fantasía pueril, puro e inocente, eso sí, pero lunático y a-mundano, ajeno a lo que queréis oír los que vivís en la cruda realidad cotidiana.
De ahí que desde aquel niño "que siempre estaba en la luna" tuve que oírlas, en todo tiempo de mi vida, de todos los colores... Desde "encantador de serpientes" a "iluminado", pasando por los más recientes, dicho sea con compasiva ironía, de "apóstol" o "profeta" _yo que jamás he tenido tierra..._ o lo último, de lo último, el apelativo de "teórico", eufemismo compasivo de don bla-bla-bla, pero na de na...
En el fondo, todos tienen su parte de razón. Cuatro décadas después, el mundo no sabe qué diantres hacer conmigo y sigo siendo aquel niño cuántico que vive como una verdad que, de la punta de mi dedo índice, sale, a mi santa voluntad, una tinta de luz con la que un día de estos voy a liberar, con palabras lumínicas, al niño que todos lleváis dentro, para así mandar al carallo al mundo de los economistas, los técnocratas y los políticos y cambiarlo por un parque infantil de Luz con entrada gratuita para todos.
Un niño cuántico que cualquier día sabrá huir de su cárcel y, como primera elección en libertad, se llevará a su mujer, tal y como ella desea, a cualquier rincón de la galaxia, al quinto coño sin ir más lejos, para lamernos, una a una, las heridas de la vida y refrescarle la memoria, recordándole que la Luz, que ayer hubo por necesidad en mis dedos de niño, hoy se ha mudado por puro placer a sus labios.
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Ése era uno de mis grandes pasatiempos de entonces, niño morriña y silencioso por fuera, pintor lumínico invisible para el mundo por dentro, el camino que mi alma eligió para huir de las sombras circundantes _el mundo tenebroso y "real" de los mayores_ y para no sucumbir a la guadaña de una forma de muerte que llaman eufemísticamente tristeza.
Entonces yo no lo sabía, pero ahora, a la luz de mis casi 44 años, caigo en la cuenta de que yo era un niño cuántico sin saberlo, un creador de Luz en miniatura, que se estrellaba una y otra vez contra las hostias que de cuando en vez llovían desde el cielo presuntamente protector, contra un mundo endurecido por el yugo de la subistencia en la que andaban afanados mis pobres padres, _dos niños, como yo, pero ellos de postguerra_ y contra la triste imagen que me devolvían los espejos del mundo, para quien yo no era más que un niño tímido, introvertido, temeroso y que siempre, siempre estaba en la luna, es decir, con la cabeza puesta donde había dejado el corazón: en un lugar llamado Galicia.
Con esos mimbres no es de extrañar que el hombre extraño en que me he convertido sea, a la postre, el resultado incierto de un niño que tuvo que crear mundos paralelos, palabras de luz, para no morir en el intento de llegar a este momento. Como un exorcismo contra las sombras. Os juro que las partículas luminosas estaban allí, en la yema de mis dedos, no porque sí, por azar o al tun-tun, sino cuánticamente visibles para el observador de mi propio experimento, o sea, yo mismo con poco más de cuatro años.
En mi niñez convoqué palabras de luz para conjurar el mundo, palabras que fueron mi salvación y mi cárcel, porque en ellas quedó encerrado el niño cuántico que fui, al creer que la realidad atesorada en ellas era más bella _dónde iba a parar_ que la que comúnmente se ve. Desde entonces, no he logrado salir, más que por obra y gracia de las manos de mi generosa mujer, que ha tenido que cogerme literalmente de los pelos no pocas veces _de ahí que me queden más bien pocos_ para que comprenda, en carne propia y no en cuerpo lumínico, que en sus labios hay más Luz, infinitamente más, que en mis carcelarias palabras.
Como veis, fui niño que soñó con ser palabra, lanzanda al viento desde mi propia mazmorra oscura de letras luminosas, reflejo de aquel tiempo en blanco y negro del que jamás conseguí escapar para ser lo que se dice un hombre de provecho, de esos con los pies en el suelo y la cabeza en las cosas importantes de este mundo. Mi discurso, por tales motivos, suena a menudo infantil, subproducto de mi fantasía pueril, puro e inocente, eso sí, pero lunático y a-mundano, ajeno a lo que queréis oír los que vivís en la cruda realidad cotidiana.
De ahí que desde aquel niño "que siempre estaba en la luna" tuve que oírlas, en todo tiempo de mi vida, de todos los colores... Desde "encantador de serpientes" a "iluminado", pasando por los más recientes, dicho sea con compasiva ironía, de "apóstol" o "profeta" _yo que jamás he tenido tierra..._ o lo último, de lo último, el apelativo de "teórico", eufemismo compasivo de don bla-bla-bla, pero na de na...
En el fondo, todos tienen su parte de razón. Cuatro décadas después, el mundo no sabe qué diantres hacer conmigo y sigo siendo aquel niño cuántico que vive como una verdad que, de la punta de mi dedo índice, sale, a mi santa voluntad, una tinta de luz con la que un día de estos voy a liberar, con palabras lumínicas, al niño que todos lleváis dentro, para así mandar al carallo al mundo de los economistas, los técnocratas y los políticos y cambiarlo por un parque infantil de Luz con entrada gratuita para todos.
Un niño cuántico que cualquier día sabrá huir de su cárcel y, como primera elección en libertad, se llevará a su mujer, tal y como ella desea, a cualquier rincón de la galaxia, al quinto coño sin ir más lejos, para lamernos, una a una, las heridas de la vida y refrescarle la memoria, recordándole que la Luz, que ayer hubo por necesidad en mis dedos de niño, hoy se ha mudado por puro placer a sus labios.
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