Estoy aquí, en un nuevo kilómetro cero de mi vida, uno más, igual que un imberbe a punto de descubrir que tiene algo que le crece milagrosamente entre las piernas, hecho un flan de gelatina, en el umbral del que, a mis ojos, es el padre de todos mis post. La piedra filosofal que convierte el plomo en los pies de la frustración, por no obtener lo que uno quiere, en el oro liberador de quien no espera nada. Si hay unas palabras que yo necesito escribir y leer, pero sobre todo hacer mías, porque lo son, hasta la médula del alma, aquí os las dejo. Bendito aquél, aquélla o aqu@l que encuentre en ellas su verdad más íntima, la de ser Amor sin medida, y la llave, a menudo tan esquiva, de su inagotable generosidad.
Hoy estoy aquí, ante este confesionario abierto al mundo, cerrado a la absurda importancia que todos solemos dar a la opinión ajena y a la nuestra propia, porque tengo, de dos años a esta parte, un cabreo del quince, una furia de tres pares de güebos, un asco declarado a todo lo que tiene que ver con las puñeteras expectativas, esa suicida necesidad de obtener unos resultados, determinados de antemano, preconcebidos en el puente de mando de la mente, ésa listilla, cada vez que hacemos algo en relación a los demás. Me pongo malo sólo de pensarlo.
En los dos últimos años _lo confieso_ yo, que tras perderlo todo de la noche a la mañana había comprendido que podía dar más, infinitamente más, que cuando lo tenía todo, empecé a cegarme y a esperar que las atenciones que un día se me daban a manos llenas tenían que ser, porque sí, el pan mío de cada día. La cagué miserablemente en cuanto caí en la trampa de la expectativa. Transformé sin querer mi relación con los que amo en banco de trueque _yo te doy/tú me das_ y donde antes me daba con absoluto placer, por puro placer de dar, después, sin que ésa fuese nunca mi intención, me hice mercader y me perdí dentro de mí. Una vez más...
Me perdí justo en el momento en que empecé a mirar afuera, a los putos resultados, a buscar las manos de otros tendidas hacia mí, mientras las mías comenzaban a pudrirse en el bolsillo de la frustración... Y cuando no las vi, primero me enfadé y esperé; después, desesperé y sufrí como una cabrón, incapaz de entender qué estaba pasando, que había hecho yo para merecer antes tanto y a continuación, tan poco. Finalmente, me rendí, saqué de mi pecho los deseos una madrugada infame y los fusilé contra el paredón de mi ceguera, sin juicio y por las bravas, por creerlos culpables de mi gigantesco sufrimiento, proporcional a la pasión desmedida que, cuando no hago el gilipollas, cosa que ocurre a menudo, pongo en lo que amo.
No se puede ser más animal. Perdón... ¡No se puede ser más hombre!...
Y ni siquiera me sirve la excusa _y quien bien me conoce puede atestiguar que no miento_ de que si yo de algo me quejo no es tanto de que no se me dé a mí, sino de no poder dar a los demás. Me quejo de los puentes arrastrados por las riadas de las expectativas. Me quejo de todo aquello que levanta muros entre nosotros por el vicio tan extendido de meter la cabeza en las cosas del corazón, por limitar lo que carece de límites, por domesticar la pasión para convertirla en el perrito faldero de las cosas que otros nos dan. Las expectativas son una puta mierda del carajo, os lo digo yo.
Cada vez que echamos cuentas de lo que vamos a obtener cuando nos acercamos a los demás, cada vez que esperamos que suceda esto, aquello o lo de más allá, estamos contaminando la pureza del acto de dar, de amar, cuyo placer indescriptible y mayor disfrute reside en su sencilla expresión, en su generosa entrega, en su nula necesidad de conseguir un fin determinado, porque la felicidad es el camino y no las jodidas metas. Perdemos el hilo de Ariadna de nuetro corazón, el júbilo de nuestra alma fecunda hasta lo indecible, para quedar atrapados en el laberinto de la innecesaria frustración, un lugar del que luego es muy difícil salir con vida.
Con vida para dar.
Pedimos lo que no damos. Esperamos lo que sólo podemos entregar. Yo hace años que sé todo esto y he vuelto a meter la pata hasta al fondo, como un principiante de mí mismo. Yo tengo menos excusa que nadie. Yo no puedo apelar a la eximente de ignorancia. Y sin embargo, me tengo que perdonar, me tengo que volver a amar a mí mismo para poder amar con plenitud a otros... O lo que es lo mismo: para darme a ellos sin esperar nada a cambio. Ésa es mi riqueza y mi felicidad.
La ironía de todo el asunto es que cuando aparcas las expectativas y mandas a tu mente a freír gárgaras, cuando te entregas al placer de entregarte a otros sin pedirles nada y sin juzgarles si no hacen lo propio, el Universo, que es muy sabio, devuelve, justo cuando nada esperas, ciento por uno de lo que tú das. Lo sé por experiencia propia, creedme. Y porque he tenido en esta vida el enorme privilegio de compartir esa experiencia, gozosa hasta el delirio, con quien, para mí, ha sido el mejor ejemplo vivo de estas palabras que hoy os entrego.
La suya es una forma extraordinaria de amar.
Es Amor que trae alegría.
Lo demás, expectativas que traen dolor.
En cualquiera de ambos casos se trata de una elección, un acto de libertad.
Yo, pese al supino cabreo contra mí mismo, lo tengo claro y elijo de nuevo:
Yo no soy meta, sino camino.
No soy la mano que espera.
Yo soy la mano que da.
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Hoy estoy aquí, ante este confesionario abierto al mundo, cerrado a la absurda importancia que todos solemos dar a la opinión ajena y a la nuestra propia, porque tengo, de dos años a esta parte, un cabreo del quince, una furia de tres pares de güebos, un asco declarado a todo lo que tiene que ver con las puñeteras expectativas, esa suicida necesidad de obtener unos resultados, determinados de antemano, preconcebidos en el puente de mando de la mente, ésa listilla, cada vez que hacemos algo en relación a los demás. Me pongo malo sólo de pensarlo.
En los dos últimos años _lo confieso_ yo, que tras perderlo todo de la noche a la mañana había comprendido que podía dar más, infinitamente más, que cuando lo tenía todo, empecé a cegarme y a esperar que las atenciones que un día se me daban a manos llenas tenían que ser, porque sí, el pan mío de cada día. La cagué miserablemente en cuanto caí en la trampa de la expectativa. Transformé sin querer mi relación con los que amo en banco de trueque _yo te doy/tú me das_ y donde antes me daba con absoluto placer, por puro placer de dar, después, sin que ésa fuese nunca mi intención, me hice mercader y me perdí dentro de mí. Una vez más...
Me perdí justo en el momento en que empecé a mirar afuera, a los putos resultados, a buscar las manos de otros tendidas hacia mí, mientras las mías comenzaban a pudrirse en el bolsillo de la frustración... Y cuando no las vi, primero me enfadé y esperé; después, desesperé y sufrí como una cabrón, incapaz de entender qué estaba pasando, que había hecho yo para merecer antes tanto y a continuación, tan poco. Finalmente, me rendí, saqué de mi pecho los deseos una madrugada infame y los fusilé contra el paredón de mi ceguera, sin juicio y por las bravas, por creerlos culpables de mi gigantesco sufrimiento, proporcional a la pasión desmedida que, cuando no hago el gilipollas, cosa que ocurre a menudo, pongo en lo que amo.
No se puede ser más animal. Perdón... ¡No se puede ser más hombre!...
Y ni siquiera me sirve la excusa _y quien bien me conoce puede atestiguar que no miento_ de que si yo de algo me quejo no es tanto de que no se me dé a mí, sino de no poder dar a los demás. Me quejo de los puentes arrastrados por las riadas de las expectativas. Me quejo de todo aquello que levanta muros entre nosotros por el vicio tan extendido de meter la cabeza en las cosas del corazón, por limitar lo que carece de límites, por domesticar la pasión para convertirla en el perrito faldero de las cosas que otros nos dan. Las expectativas son una puta mierda del carajo, os lo digo yo.
Cada vez que echamos cuentas de lo que vamos a obtener cuando nos acercamos a los demás, cada vez que esperamos que suceda esto, aquello o lo de más allá, estamos contaminando la pureza del acto de dar, de amar, cuyo placer indescriptible y mayor disfrute reside en su sencilla expresión, en su generosa entrega, en su nula necesidad de conseguir un fin determinado, porque la felicidad es el camino y no las jodidas metas. Perdemos el hilo de Ariadna de nuetro corazón, el júbilo de nuestra alma fecunda hasta lo indecible, para quedar atrapados en el laberinto de la innecesaria frustración, un lugar del que luego es muy difícil salir con vida.
Con vida para dar.
Pedimos lo que no damos. Esperamos lo que sólo podemos entregar. Yo hace años que sé todo esto y he vuelto a meter la pata hasta al fondo, como un principiante de mí mismo. Yo tengo menos excusa que nadie. Yo no puedo apelar a la eximente de ignorancia. Y sin embargo, me tengo que perdonar, me tengo que volver a amar a mí mismo para poder amar con plenitud a otros... O lo que es lo mismo: para darme a ellos sin esperar nada a cambio. Ésa es mi riqueza y mi felicidad.
La ironía de todo el asunto es que cuando aparcas las expectativas y mandas a tu mente a freír gárgaras, cuando te entregas al placer de entregarte a otros sin pedirles nada y sin juzgarles si no hacen lo propio, el Universo, que es muy sabio, devuelve, justo cuando nada esperas, ciento por uno de lo que tú das. Lo sé por experiencia propia, creedme. Y porque he tenido en esta vida el enorme privilegio de compartir esa experiencia, gozosa hasta el delirio, con quien, para mí, ha sido el mejor ejemplo vivo de estas palabras que hoy os entrego.
La suya es una forma extraordinaria de amar.
Es Amor que trae alegría.
Lo demás, expectativas que traen dolor.
En cualquiera de ambos casos se trata de una elección, un acto de libertad.
Yo, pese al supino cabreo contra mí mismo, lo tengo claro y elijo de nuevo:
Yo no soy meta, sino camino.
No soy la mano que espera.
Yo soy la mano que da.
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