Escribo estas líneas con mi hija pequeña adosada a mí, como un chalé de mí mismo en miniatura, hechos ambos uno a través del cordón umbilical de nuestro olfato y dispuestos a contaros, a dúo, la breve historia de nuestra común nariz.
A mi hija y a mí nos une el olfato más que ninguna otra cosa en el mundo. Ambos tenemos un apéndice nasal que, por pequeño, apenas si llega a la categoría de nariz y se queda en simple esbozo, en proyecto inconcluso, en una protuberancia mínima con la que las pasó sin duda canutas y se acordó de todos nuestros muertos el artesano genético encargado de colocar los agujeros por los que respiramos... Es un decir.
Pero no por ínfima nuestra nariz tiene menor importancia en nuestra vida, sino todo lo contrario: Nosotros conocemos el mundo y nos relacionamos con él, explorándolo a golpe de apéndice nasal. ¡Tiene narices la cosa!... Tantas narices tiene que establecemos relaciones (o no) con el entorno por el olor, la principal y definitiva prueba que todo ser, animado o inanimado, debe pasar para poder tener el más superficial contacto con nosotros.
A mi hija y a mí, el mundo exterior no nos entra por los ojos, no señor, sino por la santísima nariz. Si algo huele, a criterio de nuestro olfato, de narices _es decir, bien_, nos tiene ganados para siempre. Pero si, por el contrario, el olor que nos corteja no pasa el control de calidad de tres pares de narices que hemos montado en nuestra pequeña y clónica nariz, no hay nada que hacer ... Nada en absoluto... ¡Donde no va nuestra nariz, jamás enviamos la boca!...
Para nosotros, el mundo es un gigantesco maremagnum oloroso, carta de presentación de los sabores que soñamos con la boca, una perfumería en la que mi hija y yo metemos la nariz para rescatar, de entre todos los olores posibles, aquéllos que hacemos nuestros, aquéllos que nos hacen sentir como en casa, aquéllos que podemos traer a la memoria en cualquier momento para deleitarnos con un olor que nos hizo en algún momento felices. Aquéllos, en suma, que a mi hija y a mí nos ponen a cien.
Aunque tenemos pequeña la nariz, mi hija y yo somos unos exagerados de narices. O nos damos de narices contra la realidad olorosa circundante, y se nos pone una cara de asco que espanta, o algún olor nos gana de calle por la nariz y le hincamos el diente, sin preaviso, a lo que lo emana, porque lo que huele bien mejor se come. Así están las cosas para ella y para mí. No hay término medio.
Mi hija y yo, en el fondo, somo unos sabuesos de tomo y lomo, unos primitivos y unos cavernarios, mamíferos irredentos _para qué negarlo_, a los que nos pierde la nariz y sanseacabó. Ni a ella ni a mí nos gusta meter las narices donde no nos llaman, ni en los asuntos de nadie, pero tampoco que nos toquen las narices así como así. Nos gusta, eso sí, echarle narices a la vida, jugarnos todo a la carta de un buen olor, porque el premio de lo que huele bien es una bendición para nuestra santa pituitaria.
Tiene tantas narices la cosa que, de hecho, ella es hija, sin ir más lejos, de mi nariz, porque mi nariz encontró el camino del éxtasis en el fin del mundo de los muslos de su madre, el triángulo de las Bermudas donde arrojé todos los olores que no conducían a ninguna parte, el lugar sagrado donde encontré el perfume de todos los perfumes, el mismo que tanto buscó el Jean-Baptiste Grenouille de Süskind pero sin necesidad de matar a nadie, la esencia femenina por antonomasia, la fragancia de la felicidad.
La Shangri-La de mi pequeña nariz.
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