La recuperé cuando creía haberla perdido tal día como hoy, un 17 de agosto de hace seis años. Llegó a mi vida sin querer. Cuando no la esperaba. Llegué yo a la suya de milagro. Sin resuello. Allí, en un escenario improbable, en un casino de otra época, como una postal envejecida de nosotros mismos, estaba ella, disfrazada de nadie, como acompañante de un amigo que perdí en el momento mismo de haberla reconocido. No la ni. No me vio. Sólo nos presentimos.
Flotaba en el aire un rumor de almas que se saben una, a espaldas de las lagunas de la mente, que ha perdido el rumbo, que no recuerda su camino. Fue un café que quiso ser media hora de cortesía, de hablar de viejos tiempos, de decir cuatro o cinco tonterías, y se convirtió _Dios sabe cómo_ en un sueño de eternidad truncada, en un encuentro de horas veloces, robadas al reloj a corazón armado. En otra amarga despedida.
Éramos en apariencia tres, pero sólo había dos: ella, en la trastienda de su invisibilidad, y la mitad de mí mismo. Cubierta con un burka de mentiras ajenas, ella, patito presuntamente feo que no supe ver detrás del cisne… Despellejado por vivir sin ella, yo. Dos extraños extrañamente conocidos. Una pareja que ya lo era sin ni siquiera habernos visto. Un después que había sido antes. Un destello que fue toda la luz del universo. Una certeza ciega. Y un imposible.
Abrazado por su presencia resucitada, medio muerto por todas sus ausencias, por no recordar como besarla, cambié los deseos de mi lengua y hablé de mí largamente, pero en realidad hablaba de ella. Ella me escuchaba, pero no me oía a mí, sino a nosotros, echándonos la bronca desde algún lugar de los sueños por tantos extravíos, por tantos y tantos rodeos que dimos, regalando labios a los sapos, cerdos a nuestras comunes margaritas, por tantas tristezas justamente ganadas y por tantas alegrías perdidas.
Aquel 17 de agosto, quedé con otra persona para tomar un café del recuerdo y recordé que era ella la causa de todos mis insomnios. Desperté para dormirme por fin en ella, agarrado a su cintura para no volver a caer, nunca más, al angustioso precipicio de mí mismo. La miré unos instantes para verla toda la vida. La amé con los ojos cerrados, tal y como siempre la amé sin saberlo.
Ella es mi amor de agosto. Mi aventura de verano desde hace seis años, mi niña blanca, mi chica de ayer y mi mujer de siempre. Mi todo y mi casi nada. El agua de mi pez.
Mi café de cada día.