domingo, 14 de agosto de 2011

La chica de ayer



La recuperé cuando creía haberla perdido tal día como hoy, un 17 de agosto de hace seis años. Llegó a mi vida sin querer. Cuando no la esperaba. Llegué yo a la suya de milagro. Sin resuello. Allí, en un escenario improbable, en un casino de otra época, como una postal envejecida de nosotros mismos, estaba ella, disfrazada de nadie, como acompañante de un amigo que perdí en el momento mismo de haberla reconocido. No la ni. No me vio. Sólo nos presentimos. 

Flotaba en el aire un rumor de almas que se saben una, a espaldas de las lagunas de la mente, que ha perdido el rumbo, que no recuerda su camino. Fue un café que quiso ser media hora de cortesía, de hablar de viejos tiempos, de decir cuatro o cinco tonterías, y se convirtió _Dios sabe cómo_ en un sueño de eternidad truncada, en un encuentro de horas veloces, robadas al reloj a corazón armado. En otra amarga despedida. 

Éramos en apariencia tres, pero sólo había dos: ella, en la trastienda de su invisibilidad, y la mitad de mí mismo. Cubierta con un burka de mentiras ajenas, ella, patito presuntamente feo que no supe ver detrás del cisne… Despellejado por vivir sin ella, yo. Dos extraños extrañamente conocidos. Una pareja que ya lo era sin ni siquiera habernos visto. Un después que había sido antes. Un destello que fue toda la luz del universo. Una certeza ciega. Y un imposible.

Abrazado por su presencia resucitada, medio muerto por todas sus ausencias, por no recordar como besarla, cambié los deseos de mi lengua y hablé de mí largamente, pero en realidad hablaba de ella. Ella me escuchaba, pero no me oía a mí, sino a nosotros, echándonos la bronca desde algún lugar de los sueños por tantos extravíos, por tantos y tantos rodeos que dimos, regalando labios a los sapos, cerdos a nuestras comunes margaritas, por tantas tristezas justamente ganadas y por tantas alegrías perdidas. 

Aquel 17 de agosto, quedé con otra persona para tomar un café del recuerdo y recordé que era ella la causa de todos mis insomnios.  Desperté para dormirme por fin en ella, agarrado a su cintura para no volver a caer, nunca más, al angustioso precipicio de mí mismo. La miré unos instantes para verla toda la vida. La amé con los ojos cerrados, tal y como siempre la amé sin saberlo. 

Ella es mi amor de agosto. Mi aventura de verano desde hace seis años, mi niña blanca, mi chica de ayer y mi mujer de siempre. Mi todo y mi casi nada. El agua de mi pez.

Mi café de cada día. 

-----------------------------

jueves, 11 de agosto de 2011

Fragancias de Oriente

 Me gusta ritualizar lo que amo. Revestir de un halo sagrado, de una chispa divina, gestos cotidianos de cada día, minucias indignas de grandes novelas, y vivir lo aparentemente insignificante como si guardase en su seno, y así lo hace a mis ojos _lo juro por el mago Merlín_ un universo de sensaciones fabulosas, una promesa de magia, invisible a la pupila del común de los que se creen mortales.

Amo lo que me gusta. Hasta el delirio. Tanto que, con alquimia interior que cualquiera llamaría demencia, lo convierto en ceremonia mística de lo pequeño, celebración de lo minúsculo,  que hace lo pasajero eterno y muta momentos fugaces en el mejor momento de mi vida.

Y todas esas instantáneas de lo ínfimo tienen que ver con lo que yo llamo “ajaezar”, adornar con belleza microscópica actos intranscendentes de higiene femenina _un baño voluptuoso, un champú corriéndose por la cabellera de mis sueños, una depilación al estilo Nancy…_ y hacer de ellos  un rito de iniciación al orgasmo de placer desmedido que flota en el aire, en un festín de los sentidos donde mezclo, con mano sabia de druida, olores y fragancias que me recuerdan al Harem que nunca he perdido, sabores marinos de lo femenino donde mi nariz se hunde para siempre, donde mis manos se pierden, disfrazadas de majase o de caricia, para ocultar su vocación caníbal.

Me gusta violentar el santuario en el que ella se adorna, sin saberlo, o sí, para provocar en mí tormentas de emociones y especias orientales _un baño turco en Estambul, un baile del vientre en El Cairo, un final feliz a cuatro manos en Bangkok_, porque lo que para todos es sagrado yo lo hago pagano, lo teóricamente sucio se me vuelve limpio, lo soez, excepcional…  y  puedo dar así rienda suelta a lo animal, a lo atávico y sin ley, enjaulado por la correcta costumbre.

Ajaezar es, para mí, vivir como extraordinario lo considerado vulgar, cubrir de belleza y olores celestiales, de tactos untuosos, de gemidos inaudibles, el cuerpo que amo sin querer para desnudarlo de sus fragancias terrenas. Perfumarlo con sudor. Endulzarlo con semen. Partirlo en trozos. Abrirlo entero. Comerlo, beberlo y olerlo como si fuese el último gusto de mi vida.  Hacerlo mío por un segundo en ceremonias cargadas de lujuria, placeres invisibles y cotidianos que me salvan de la rutina. De la nada. De la tristeza imaginaria. Del dolor absurdo.

Y de mí mismo.

-----------------------------