martes, 1 de febrero de 2011

El amo que no tenía nombre

Lucas. Autorretrato.


Día cincuenta y seis.

Aparte de la sombra, el amo se ha quedado sin nombre, que se lo debe de haber dejado olvidado en alguna parte y no hay forma de recuperarlo. El amo se me ha mimetizado con el entorno, desdibujándose en sí mismo para ser un poco todo, y, a lo tonto,  se ha quedado compuesto y sin un mal apodo que le defina un poco. A él le gusta más así, dice, porque los nombres sólo sirven, según él, para encerrar, en palabras que no explican nada, lo que no cabe en ellas. Él sólo quiere ser él, y tampoco mucho, no vaya a ser que alguien lo confunda con el pronombre y lo condene a vivir encerrado entre dos letras. Y yo no le voy a enmendar la plana, para qué nos vamos a engañar, que tanto me sirve el amo sin nombre como con él.

        No necesito nombrarlo, hacer de él un sonido, convertirlo en sílabas, porque el amo es más y menos que todo eso, si lo sabré yo que vivo con él y le aguanto, sin pestañear, todas sus anomalías. El amo es menos que un nombre porque sí, porque se la trae al pairo eso de ser para los otros Pepe o Manolo y sólo busca que no le pongan límites, que le dejen ser él en un lugar donde se olviden de que un día tuvo nombre, un número de identidad, un código de barras que le tiene a merced de los bancos, los abogados, el gobierno, los cobradores con o sin frac y la madre que los parió a todos.  Un lugar donde él sea por fin nadie, más que nada para que no le toquen las narices, para qué nos vamos a andar con rodeos.

        Pero también es más que un nombre, como les decía, porque la pena que él siente a veces es no solamente suya, sino de todos, porque ni siquiera las penas tienen un único dueño, pues sólo el que está ciego o sordo, en su alma, no vive las de los otros como un poco suyas. Y no le caben al amo en un solo nombre tantas penas, y menos aún le caben las esperanzas, aunque no sean las de todos. Ni todas las palabras del mundo podrían contener siquiera un pequeña parte de las que compartimos él y yo. Con eso les digo todo.

        Sin embargo, él me llama Lucas, ese nombre que no me puso él, porque ya lo traía puesto. Dice que tengo nombre de apóstol y que no me lo comenta por ofender. No por nada, sino porque el pequeño evangelio de mi diario le gusta más. Yo no se lo tengo en cuenta, porque el amo me quiere bien y por eso exagera. Pero él insiste siempre en que mi forma de mirar a Dios es más bella, más del agrado de Dios.

        Yo no sé si lleva razón. Yo les cuento las cosas como me vienen, sin mucho orden ni demasiado concierto y con ninguna premeditación, a la que salta y en plan muy sincero, que ya se encargarán ustedes de darle alguna forma digerible. Digo yo. Si se lo diera todo masticadito, muy lineal y previsible, no tendría gracia la cosa y haría lo que todos: tratar de convencerles de que mi verdad es la buena, pero no. De esa agua no beberé, que mi Dios no me perdonaría nunca, es un hablar por que él todo lo perdona,  que tratara de lavarles el cerebro para que piensen todos como yo. Menudo aburrimiento sería ése. Lo de pensar lo que gusten es cosa suya, que para eso son libres y mayorcitos. Por mí, no se vayan a privar, que bastante tengo yo con lo mío y con arrastrar la carga de este amo sin nombre, que me ha cogido tanto apego que no me deja ni a sol ni a sombra.

        Lo de Lucas también me gusta a mí. Debe ser la costumbre,  que ya no me veo yo llamándome Chispa, Tobi o Rambo  como ocurre con otros perros que yo me he encontrado por ahí. A mí mi nombre me sabe a amo, de cuya boca lo oigo casi siempre. Mi nombre es para mí la enigmática palabra con la que él me crea a su imagen, dócil y humilde, paciente frente a la adversidad, alegre, pese a todo, en los momentos más sombríos y tristes. Pero mi nombre es también la palabra que yo le devuelvo henchida de lealtad y de afecto sincero, más cierta y auténtica de lo que muchos podrán jamás imaginar. Sobre todo esos que hacen del sufrimiento animal un deporte o un espectáculo, que tanto da. La caza por deporte y no por necesidad se me antoja a mí como un juego incomprensible, en el que el hombre demuestra, una vez más, ser un mono con suerte, un salvaje que ha triunfado en la escala evolutiva por simple crueldad. ¿Y qué decir de esos toros, o esos gallos o perros de pelea, torturados todos ellos hasta la ignominia para general divertimento del personal? Y esos mismos son los que luego dicen que lo del circo romano era una barbaridad. ¿O qué decir de los que, en general, encuentran siempre excusas de salón para justificar el sufrimiento atroz que se les inflinge a muchos animales? ¿Es que no les basta que sea, hasta cierto punto, necesario matar para sobrevivir sin tener que convertir la muerte en una agonía aberrante e indigna de quienes se dicen civilizados?

        Yo no les entiendo, la verdad. Para darse cuenta de lo que están haciendo bastaría con que se imaginaran que Dios, viéndonos a nosotros tan imperfectos y tan poca cosa, diese por sentado que no tenemos sentimientos, ni alma, ni nada de nada, y que, en consecuencia, se pusiese a apedrearnos desde el cielo hasta que muriésemos sólo por pasar un buen rato. Total, esas criaturillas insignificantes, no se iban a enterar. ¿Qué dirían entonces? ¿Estaría justificado ese absurdo, e imposible, comportamiento del Altísimo?

Yo es que me pongo malo sólo de pensar en las atrocidades que,  en nombre de la evolución, la ciencia, el progreso y zarandajas por el estilo, se están cometiendo por ahí. Claro que de una especie donde algunos machos pegan, insultan y matan a sus hembras porque se creen superiores a ellas y con pleno derecho, ¿qué se puede esperar? ¿Qué esperar de quienes a menudo mutilan el clítoris de las mujeres, las obligan a prostituirse, las esclavizan, las encierran  a cadena perpetua en cocinas, las dominan y las destruyen sin piedad? ¿Qué esperar de quienes hacen tres cuartos de lo mismo con los homosexuales, los raros, los que piensan diferente,  los mendigos, los parias en general y hasta con sus propios hijos? Ay, señor, señor, que a estos hombres sí que les gustan los nombres. En ellos encierran a cal y canto lo que, a su juicio, está bien o está mal. Y con ellos condenan a aquellos que, por no saber ponerse en su lugar, perdiendo su propio nombre para ser parte de todo, rechazan y marginan porque no los comprenden.

        Este hombre debería fijarse un poco más en Dios, que tampoco tiene nombre. Ni puñetera falta que le hace. Tan solo los que le ponen los hombres, palabras que mucho hablan de Él y que muy poco le entienden.

(La vida según Lucas I. Diario ínfimo. 2005. Fragmento).

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